Ve y di a mi siervo David: Así dice el Señor: “¿Eres tú el que me va a edificar una casa para morar en ella? Pues no he morado en una casa desde el día en que saqué de Egipto a los hijos de Israel hasta hoy, sino que he andado errante en una tienda, en un tabernáculo (2 S. 7:5-6).

Pero, ¿morará verdaderamente Dios sobre la tierra? He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener, cuánto menos esta casa que yo he edificado” (1 Re. 8:27).

Dios interviene en su creación, pero no es parte de ella. Dios es mayor que su creación, pero la sostiene y la sustenta muy de cerca. Para conocer mejor a Dios necesitamos distinguir entre dos términos clave: trascendencia e inmanencia.

Dios trascendente

Dios es distinto de su creación, no es parte de ella, pues él la creó, está por encima de ella, la sustenta y la dirige. El término teológico que se utiliza para describir esto es la palabra trascendencia. Esto quiere decir que Dios es mucho más grande que su creación y no depende de ella; Dios es trascendente.[1]

Un Dios trascendente no está supeditado de ninguna forma a lo que él mismo ha creado, no está limitado por las cosas que él hizo y no depende en ningún sentido de lo que él ha formado.

Dios inmanente

Sin embargo, la creación sí depende en todo sentido de Dios. Todo lo creado necesita de su creador para su subsistencia y funcionamiento. Es aquí donde Dios interviene, a pesar de ser distintito de la creación, él sí se involucra dentro de ella, participa en todo momento, no la deja a su suerte una vez que la formó, sino que la sostiene. El término técnico para hablar de la intervención de Dios en lo creado es la palabra inmanencia; Dios es inmanente.[2]

Un Dios inmanente opera en cada detalle de su creación, al tiempo de dirigirla, está inmiscuido en ella, está cerca de lo creado y de sus criaturas, pues todas las cosas dependen de él.

La cultura moderna se ha encargado de domesticar a Dios. Ya no son comunes esas antiguas, grandes y gloriosas estructuras que comunicaban cuán pequeño es el ser humano y cuán trascendente es Dios. Hemos hecho a Dios un dios cercano de una forma que no es bíblica. Es cierto, Dios está cerca de su creación (inmanente), pero a la vez está por encima de ella (trascendente), debemos entender ambos conceptos y aprender a diferenciarlos si es que deseamos conocer a Dios y deseamos adorarle correctamente.

La inmanencia y trascendencia de Dios con David y Salomón

Desde mi perspectiva pocos pasajes comunican tan bien la inmanencia y trascendencia de Dios como lo hacen 2 Samuel 7 y 1 Reyes 8. Estos pasajes fundamentalmente establecen el nuevo pacto y comunican la realidad de que Dios es Dios y que está cerca de su pueblo, pero sin permitirles olvidar que él es Dios y está por encima de toda su creación.

En 2 Samuel 7 David desea construirle una casa a Dios, porque observa que él mismo habita en un palacio, y Dios “mora” en tiendas. Pareciera que la iniciativa de David es noble, al querer edificar un lugar permanente para que Dios habite con su pueblo. Inclusive el profeta Natán no advirtió la necedad que encerraba este pensamiento.

“el rey dijo al profeta Natán: Mira, yo habito en una casa de cedro, pero el arca de Dios mora en medio de cortinas.  Entonces Natán dijo al rey: Ve, haz todo lo que está en tu corazón, porque el Señor está contigo” (2 S. 7:2–3).

La respuesta de Dios a David fue un rotundo “gracias, pero no”. El mensaje básico de Dios era que solo él tiene la autoridad de tomar iniciativas redentoras. David no debió sentir tristeza de que Dios “habitara en tiendas”, porque esa fue la iniciativa de Dios, él quiso ser condescendiente con su pueblo, él habita con los que él redime. Quería mostrarse a sí mismo como un Dios inmanente.

Ve y di a mi siervo David: «Así dice el Señor: “¿Eres tú el que me va a edificar una casa para morar en ella? Pues no he morado en una casa desde el día en que saqué de Egipto a los hijos de Israel hasta hoy, sino que he andado errante en una tienda, en un tabernáculo” (2 S. 7:5–6).

Años más tarde, cuando a Salomón, hijo de David, le fue permitido edificar una “casa” para Dios, estas fueron las palabras del rey en la dedicación del templo:

Entonces Salomón dijo: El Señor ha dicho que Él moraría en la densa nube. Ciertamente yo te he edificado una casa majestuosa, un lugar para tu morada para siempre (1 Re. 8:12–13).

Salomón había edificado un templo, un lugar donde la presencia de Dios habitaría en medio de su pueblo. La gloria del Dios inmanente sería visiblemente presenciada por medio de una nube (1 Re. 8:11). Dios en medio de Israel, un Dios cercano, Dios con nosotros. Sin embargo, pasó muy poco tiempo antes que el mismo Salomón declarara lo que era evidente:

“Y dijo: Oh Señor, Dios de Israel, no hay Dios como tú ni arriba en los cielos ni abajo en la tierra, que guardas el pacto y muestras misericordia a tus siervos que andan delante de ti con todo su corazón… Pero, ¿morará verdaderamente Dios sobre la tierra? He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener, cuánto menos esta casa que yo he edificado” (1 Re. 8:23, 27).

No hay Dios como él, en ninguna parte de la creación, ni arriba en los cielos ni abajo en la tierra. Por lo tanto, ¿podría la casa que Salomón construyó para Dios contener toda su gloria? ¿En verdad la presencia infinita, eterna, omnipresente de Dios habitaría en un templo? Toda la creación conjunta (los cielos de los cielos) no pueden contener la presencia de Dios, cuánto menos una estructura creada por el hombre, por más majestuosa que pudiera ser considerada la morada de Dios.

Dios estaba en medio de su pueblo, en tiendas, en el nuevo templo dedicado al Señor. Pero al mismo tiempo, no hay lugar que pueda contenerle. El Dios inmanente estaba con su pueblo dejándoles muy claro que no debían olvidar que trataban al mismo tiempo con el Dios trascendente.

La inmanencia y trascendencia de Dios en Isaías

En el libro de Isaías, en especial los capítulos 40 al 48, éstos son una buena referencia para ver el carácter trascendente de Dios. Muchos creyentes modernos han olvidado la trascendencia de Dios porque han enfatizado su cercanía.

El libro de Isaías presenta un pueblo rebelándose en contra de Dios, y a Dios manifestando su santidad con relación a Israel y con relación a las naciones. Luego, en la sección de los capítulos 40 a 48, Dios manifiesta su superioridad sobre cualquier ídolo que su pueblo quiso establecer como su dios.

Uno de los puntos principales en esta sección de Isaías, es cuando Dios revela cuán diferente es él a los dioses que el pueblo había creado. Dios reta a su pueblo al hacer una comparación entre el Dios trascendente y los dioses muertos.

Yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay salvador. Yo soy el que lo he anunciado, he salvado y lo he proclamado, y no hay entre vosotros dios extraño; vosotros, pues, sois mis testigos—declara el Señor— y yo soy Dios. Aun desde la eternidad, yo soy, y no hay quien libre de mi mano; yo actúo, ¿y quién lo revocará? (Is. 43:11–13).

Acordaos de esto, y estad confiados; ponedlo en vuestro corazón, transgresores. Acordaos de las cosas anteriores ya pasadas, porque yo soy Dios, y no hay otro; yo soy Dios, y no hay ninguno como yo, que declaro el fin desde el principio y desde la antigüedad lo que no ha sido hecho. Yo digo: «Mi propósito será establecido, y todo lo que quiero realizaré» (Is. 46:8–10).

Ambos pasajes muestran que Dios es superior a cualquier otro dios. El es eterno, una característica que lo distingue de los falsos dioses es que él declara las cosas y estas cosas son evidentes.

El Dios que es diferente a nosotros, nos salva y su salvación muestra tanto su trascendencia como su inmanencia.  Porque para salvarnos tenía que ser Dios y hombre. Cristo, la segunda persona de la Trinidad, es tanto trascendente y perfecto; como humano y cercano. Por lo expuesto, es que es evidente que la única solución a la idolatría vendría por medio del siervo sufriente (Is. 49-57). Esta es la forma en que el Dios trascendente puede salvar a su creación, haciéndose inmanente por medio de la encarnación y el sacrificio sustitutivo para el perdón de los pecados.

El Dios que es diferente a nosotros, nos salva y su salvación muestra tanto su trascendencia como su inmanencia.  Porque para salvarnos tenía que ser Dios y hombre. Cristo, la segunda persona de la Trinidad, es tanto trascendente y perfecto; como humano y cercano.

 

La iglesia, la trascendencia y la inmanencia.

La iglesia en muchas ocasiones ha olvidado uno de estos dos atributos; cuando hace esto, crea en sus mentes a un dios que no es el Dios de la Biblia. Por un lado, en la época medieval la trascendencia de Dios era algo muy palpable e incuestionable. Las catedrales eran majestuosas, comunicaban lo pequeño que era el hombre y lo distante que estaba de Dios. Pero, por otro lado, la iglesia moderna enfatiza la inmanencia de Dios, domesticando la imagen de Dios a la del hombre.  Lo convierte en un dios-amigo que ama sin condición y acepta el pecado sin arrepentimiento.

Como iglesia debemos evitar el desacierto del pueblo de Dios. En Éxodo 32 el pueblo de Israel crea un becerro de oro. Vez tras vez este texto revela la razón por la cual el pueblo de Dios decidió hacer un ídolo a su imagen, y no adorar al Dios que los creó a su imagen y semejanza: olvidaron que él les había salvado.

Cuando olvidamos que solo el Dios trascendente e inmanente salva, nos convertimos en idólatras y tratamos de crear dioses a nuestra imagen. Creamos dioses que nos sirven en vez de servirle.

Cuando esto sucede creamos iglesias que tratan de mostrar un Dios cercano, amigable, que acepta a todos y les permite permanecer tal cual siempre han sido, creamos lugares de entretenimiento que atraen a todos a un Dios que les entiende y que está a su lado, que casi comparte sus mismos gustos y sus mismas costumbres. Hacemos que Dios se convierta en el sirviente del hombre.

O bien creamos iglesias que olvidan que Cristo ha roto el velo del templo, y las llenamos de restricciones y normas, de leyes que cumplir para “estar bien con Dios”. Le presentamos alejado e inalcanzable, santo y separado para siempre de las hordas de pecadores que insisten en acercarse, pero no pueden. Ponemos exigencias incumplibles para siquiera lograr llamar la atención del Dios que está por encima de todo.

Cuando olvidamos ya sea la trascendencia o la inmanencia, presentamos a un dios que no existe, un ídolo creado por nuestra imaginación y, por lo tanto, un dios que no puede salvar.

El evangelio del Dios trascendente e inmanente

Por esta razón necesitamos “El evangelio”. El evangelio nos protege de olvidar tanto la trascendencia, como la inmanencia de Dios.

No hay ningún lugar donde se vea más claramente la inmanencia de Dios que cuando Cristo se hizo hombre y fue tentado como nosotros, padeció como nosotros y se relacionó con la condición humana. Dios entre nosotros, dentro de su creación, cerca de nosotros.

Dios es el Dios compasivo que conoce las agonías de su pueblo, no solo es el autor trascendente de la historia sino el ser inmanente que está con nosotros aquí y ahora. En Cristo, él llega a nosotros aún más cerca al ser “hecho semejante a sus hermanos en todo, a fin de que llegara a ser un misericordioso y fiel sumo sacerdote…” (He. 2:17). [3]

Pero también, no hay lugar más importante para la trascendencia de Dios como en el evangelio. Debido a su muerte sustitutiva podemos acercarnos confiadamente al Dios que está por encima de su creación y fuera de ella, por medio de la muerte de Cristo y la fe en él, nosotros los pecadores fuimos llevados a Dios (1 P. 3:18, Ro. 5:1-2).

Conclusión

¿Que de bueno habría en un Dios inmanente si no fuera trascendente? Estaría con nosotros, pero no tendría la capacidad de gobernar por encima de la creación, sería un espectador de nuestras luchas, de nuestras debilidades y nuestra miseria.

¿Qué de bueno habría en un Dios trascendente que no fuera inmanente? Sería un Dios alejado, poderoso pero inaccesible, santo, separado para siempre de su creación. Un Dios que no entiende de nuestras luchas y debilidades. Un Dios que nos condenaría por su ausencia, un Dios que no salvaría al pecador.

El Dios que está por encima de todo se hizo hombre. Cristo bajó a las partes más bajas de su creación para andar entre nosotros. El Dios trascendente se manifestó en su inmanencia al vivir una vida de limitaciones, al llevar la humillación de su pueblo y llevar la vergüenza en la cruz. El evangelio nos muestra el poder de Dios para salvar al pecador al mismo tiempo que cumple la promesa de Dios de estar con nosotros, nuestro Emmanuel, Dios con nosotros, murió por nosotros.

Jesús, el Dios trascendente se humilló a sí mismo, pero fue levantado haciendo gala para siempre de su trascendencia. La gloria que tuvo desde la eternidad (Jn. 17:5) volvió a ser manifestada al ser exaltado hasta lo sumo, ante quien toda rodilla de los que están en el cielo y en la tierra se doblará, y todos confesarán que Jesucristo es el Señor (Fil. 2:9-11). Y aunque en este momento no podamos ver su inmanencia como la vieron los discípulos que caminaron a su lado, sí que sabemos que nuestro Cristo trascendente está de una manera muy real con nosotros hasta el fin del mundo (Mt. 28:20).

El Dios de la Biblia es a la vez inmanente y trascendente. Gloria a Dios que él está con nosotros y está por encima de nosotros. Nos entiende y a la vez nos salva. Se compadece y a la vez es capaz de mostrar misericordia y gracia salvadoras. Gloria sea al Dios que está por encima de su creación y permanece para siempre con nosotros.

Este artículo es parte de la Serie Conoce a tu Dios. Descubre un atributo nuevo de Dios cada dos semanas, de la mano de teólogos, pastores, maestros y líderes. Lee todos los artículos de esta serie.


[1] Wayne Grudem, Doctrina Bíblica: Enseñanzas esenciales de la fe cristiana (Miami, FL: Editorial Vida, 2005), 126.

[2] Ibíd. 126–27.

[3] John M. Frame, Systematic Theology: An Introduction to Christian Belief (Phillipsburg, NJ: P&R Publishing, 2013), 790.


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