Decir que estábamos preocupados es decir poco. Habíamos notado algu­nos cambios muy perceptibles en nuestro hijo, David. De algún modo había desarrollado algunos comportamientos que nos llevaban a sospechar que algo estaba mal. La manera en la que hablaba, su postura, su rechazo a la idea de cortarse el cabello, y su tendencia a que sus pares fueran muchachas, estaban alertando a mi esposa (Trish) y a mí en gran manera. Era evidente que mi hijo, mi hijo, podía estar luchando con cuestiones de género y posi­blemente también de su sexualidad. Esto no podía ser verdad.

Durante los meses del verano de 2010, después de que David hubiera vuelto de un campamento, llamé a Peter, el pastor de jóvenes de nuestra iglesia. Al mismo tiempo, Peter estaba organizando su propia reunión con David y pensando cómo conversar conmigo. Estaba muy preocupado sobre esta conversación y oraba sobre cómo abordar el tema. Mi reputación me precedía. Era conocido como la clase de hombre que tiene en claro el blanco y el negro, lo correcto y lo errado. ¿Cómo podría este hombre que a cual­quier precio priorizaba la verdad y la autoridad, tratar con la noticia, y cómo reaccionaría en relación con su hijo?

Llamé a Peter después de descubrir que él ya le había pedido a David que se encontraran. Quería saber por qué. Yo también estaba muy preocu­pado.

En este momento debe estarse preguntando por qué simplemente no hablé con David directamente. La respuesta es simple: Tendría que haberlo hecho, pero no lo hice por mi propio pecado. Mi preocupación al mirar a David no se relacionaba con lo que estaba pasando en su vida, estaba más preocupado por cómo sus acciones dañaban mi imagen. Él estaba actuando de una manera que a mí no me agradaba y podía llevar a que las personas cuestionaran mi capacidad como padre. Así que, mis discusiones con David tendían a ser pequeños comentarios que mostraban mi desagrado y con los cuales solo esperaba que se cambiara su comportamiento superficial y visi­ble. Creo que el apóstol Pablo llamaría a esto “provocar a ira” (Efesios 6:4).

La homosexualidad es pecado. Esto era claro en nuestro hogar, y David lo sabía. Entonces, ¿por qué estaba actuando de tal manera que se pudiera poner en duda su sexualidad? ¿Por qué no tuviera la suficiente hombría para comportarse como el hijo que debía ser? ¿No se lo había enseñado con sufi­ciente claridad?

Mi llamada a Peter desencadenó mi peor pesadilla. De hecho, David le había revelado a uno de sus amigos cercanos del campamento que estaba luchando con la atracción hacia el mismo sexo. Sabiamente, este amigo se lo había dicho a Peter, quien ya sospechaba que había un problema, y Peter me lo comunicó a mí. Durante el trascurso de estos eventos, David también se acercó a mí para contarme su lucha. Aunque yo ya sospechaba que estaba batallando con la atracción hacia el mismo sexo, de todas maneras, estaba en shock. Si no hubiera sido por la gracia de Dios, un amigo y pastor amoroso y un hijo que me perdonó, este hubiera sido el momento en que todo se hu­biera echado a perder.

¿Alguna vez se le ocurrió pensar que cada ser humano es creado a ima­gen de Dios? Quizás debamos recordar esta verdad. No hay otra doctrina de las Escrituras que como ésta me motive a mirar al hombre con ojos de respe­to. Si tenemos el entendimiento correcto de esta doctrina tendremos una de las herramientas más poderosas necesarias para establecer una ética verda­deramente cristiana. Y esta verdadera ética cristiana es la que más necesitará si su hijo adolescente viene ante usted con sus luchas de pecado.

No somos animales. La cosmovisión evolucionaria de nuestra cultura pagana está en conflicto con este primer punto. Nuestros instintos no evolucionaron de criaturas como los simios. Por otra parte, no somos una colección de moléculas que no tienen ni más ni menos valor que las otras molécu­las que forman la presencia material de todo el universo.

De todas las criaturas que Dios creó sobre la tierra, solo el hombre tuvo el honor más alto de ser creado a su imagen. No hay nada ni nadie a quien adorar sino a Dios nuestro Creador. Anthony Hoekema lo dice así: “Dios no quiere que sus criaturas hagan imágenes de él, ya que él ya ha creado una imagen de sí mismo. Una imagen que vive, anda y habla”.[1]

Como portadores de su imagen, fallamos. En los primeros tres capítulos de la Biblia, leemos sobre la rebelión del ser humano. En vez de que la ado­ración perfecta del Creador se expandiera por un mundo perfecto, ambos, Adán y Eva se rebelaron contra él. Nuestros primeros padres marcaron el camino que seguiría todo ser humano. La humanidad había pasado de ser reflejo de la gloria de Dios a objeto de su ira, y nuestra capacidad de llevar su gloriosa imagen a través del mundo había sufrido un gran golpe que no­sotros mismos le dimos.

Cuando David vino para hablar conmigo sobre sus tentaciones en el área de la atracción hacia el mismo sexo, él había estado estudianro Génesis 5:3: “Y vivió Adán ciento treinta años, y engendró un hijo a su semejanza, confor­me a su imagen, y llamó su nombre Set”. Tal como Adán fue creado a imagen y semejanza de Dios, ahora Set nacía a semejanza y a imagen de Adán. Creo que podemos hacer una comparación increíble entre las palabras de Génesis 5:3 y Génesis 1:26 que, en parte, declara: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nues­tra imagen, conforme a nuestra semejanza”. En Génesis 5:3 los dos términos están invertidos. Adán fue creado a “imagen” y a “semejanza”, mientras que Set nació a “semejanza” e “imagen”.

Creo que esta inversión está allí para llevarnos a observar que hay una diferencia. Algo había cambiado en la ima­gen de Adán a Set. Eso era el pecado. Adán no estaba transfiriendo la imagen perfecta con la cual había sido creado. No, Adán estaba transfiriendo un es­píritu rebelde y un corazón pecaminoso. Set iba a ser a imagen de su padre, y esto iba a continuar así, muestra de lo cual era David de pie frente a mí.

Mi hijo es el reflejo del espíritu pecaminoso y rebelde que se encuentra en mí. Su fracaso como portador de la imagen de Dios era igual al mío. Lo heredamos, y seguimos su patrón voluntariamente. Sin embargo, aunque con una posición rebelde, David estaba de pie frente a mí como alguien cuyo valor no lo determinaba su pecado, sino el hecho de que había sido creado a imagen de Dios.

Estaba de pie frente a mí. Luchaba con el pecado y era una presa fácil para el adoctrinamiento de nuestra cultura pagana. Sin importar cuál fuera el pecado con el cual estaba tratando, él era un reflejo de mi propia pecaminosidad. Pero él tiene inmenso valor como alguien que fue creado a imagen de Dios. Si mi actitud de superioridad, o mi ira hubieran recaído sobre él, aun solo con mi lengua, yo le hubiera faltado el respeto a nuestro Creador.

“David no necesitaba mi ira. Él, como yo, necesitaba un mediador. Ne­cesitaba a alguien que pudiera traer transformación. Aunque todo padre quiere ser esa persona para sus hijos y así limpiarlos, no podemos”.

David no necesitaba mi ira. Él, como yo, necesitaba un mediador. Ne­cesitaba a alguien que pudiera traer transformación. Aunque todo padre quiere ser esa persona para sus hijos y así limpiarlos, no podemos. Nosotros mismos somos portadores fracasados de la imagen de Dios y, tal como nues­tros hijos, nuestra única esperanza está en aquel que nos ha mostrado lo que es llevar la imagen perfecta, y quien ha hecho algo con respecto a nuestra rebelión.

Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda crea­ción. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, se n principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él (Colosenses 1:15-16).

El cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder (Hebreos 1:3).

Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos (Romanos 8:29).

Mi ética humana y cristiana es inmensamente importante como padre. Me dice que todos somos portadores de la imagen de Dios, que hemos fallado y que mi hijo también es un reflejo de mí en su propia rebelión. Me dice que mi hijo, al igual que todo otro ser humano, tiene un enorme valor y que mi Creador debe ser reverenciado en la manera en la que actúo, reacciono y hablo con David. Me dice que tener verdadero amor por mi hijo es ayudarlo a ver la verdad de su pecado y señalarle nuestra única esperanza, Jesucristo. Me dice que nuestra única esperanza está en la cruz, donde quien llevó la perfecta imagen tomó nuestro lugar para que nosotros también fuéramos transformados a su imagen a través del arrepentimiento y la fe. La ética no conoce límites de pecado, ni en estilo ni en magnitud. Esta ética es para todos en todo tiempo y en toda circunstancia, incluyendo a David.

Mientras estamos en el camino de la consideración de nuestras batallas en el mundo de la confusión sexual, primero debemos librar la batalla de nuestras propias actitudes. Si no tenemos una visión bíblica cuando mira­mos a nuestros hijos o a cualquier otro ser humano pecador, estamos en un camino peligroso. En este tema, no hay espacio para una actitud de superio­ridad. Si usted es así (y la posibilidad es que haya muchos lectores en esta posición), le imploro que se coloque de rodillas y busque la gracia y la mi­sericordia de Dios a través de nuestro Señor Jesucristo. Hay tanta esperanza para usted como la hay para cualquier pecador.

“Por la gracia de Dios, tuve tiempo para evaluar la situación y darme cuenta de que necesitaba abrazar a mi hijo, mostrarle amor, y ser un padre centrado en el evangelio”.

El día que mi mundo como padre cambió, tuve un breve momento de oportunidad entre la llamada telefónica con el pastor Peter y mi conversa­ción con David. Por la gracia de Dios, tuve tiempo para evaluar la situación y darme cuenta de que necesitaba abrazar a mi hijo, mostrarle amor, y ser un padre centrado en el evangelio. Elegí aferrarme al evangelio en vez de dictar la ley en mi propio hogar, pero también tenía que arrepentirme por tener un espíritu condenador. Desde nuestra primera conversación sobre esta lucha, David y yo viajamos por el camino de la gracia, lleno de baches de fracaso. Algunos de esos fracasos eran de David, y algunos eran míos. Sin embargo, no ha sido un tiempo para lamentarse. Dios ha usado este viaje para acercar­me a él y a mi hijo.

Este artículo es un extracto del libro La atracción hacia el mismo sexo y el evangelio, publicado por Editorial EBI

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[1] Anthony Hoekema, Created in God’s Image (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1986), 67.  


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