Hace unos días meditaba en la creación de los cielos y la tierra, pensaba en cuántos siglos le ha llevado al hombre conocer un poco de lo que Dios ha creado. Sin embargo, todos podemos concluir por lo que dice la Biblia que la creación más extraordinaria y hermosa ha sido el ser humano, porque llevamos la imagen y semejanza de Dios. A medida que meditaba, observé a mi esposa caminar frente a mí mientras leía, y un pensamiento me atrapó: ¿Cómo estoy verdaderamente amando a mi esposa a la luz del diseño que Dios le dio? Mi pregunta me llevó a reconocer que no lo he hecho bien.
Entonces decidí leer Génesis 2 nuevamente y me encontré con la verdad de que Dios no vio bien que Adán estuviese solo, que no tuviera una compañera. Fue Él quien vio la necesidad de Adán y por eso le entregó a su ayuda adecuada, Eva. El resultado de la creación de Eva fue el primer poema registrado en la Biblia:
«Esta es ahora hueso de mis huesos
Y carne de mi carne.
Ella será llamada mujer,
Porque del hombre fue tomada» (v. 23)
Hermanos, todos conocemos el desenlace de esta hermosa historia. Eva le dio a su esposo del árbol que Dios le había prohibido comer. Las consecuencias resultaron tan desastrosas que hasta el día de hoy seguimos viviéndolas. La relación con Dios se rompió, y la relación entre ellos, la primera pareja que debía vivir para la gloria de Dios y en unidad, se quebrantó al punto que Dios le dice a la mujer que su deseo será para su marido y que él tendrá dominio sobre ella (Gn. 3:16).
Muchas interpretaciones se han hecho sobre este pasaje, y no pretendo presentar una nueva, pero sí quiero decir que las implicaciones para nosotros, los esposos, sobre el cuidado, amor y protección a nuestras esposas, fueron corrompidas por el pecado. En vez de amarlas y liderarlas como una muestra de cuidado hacia ellas, hemos sido ásperos, duros, implacables y hemos ejercido un dominio sobre ellas que no honra su diseño ni su propósito ante Dios y con nosotros.
Un mal dominio
Por el pecado que mora en nuestros corazones y debido a nuestro diseño de gobernar, administrar e instruir a nuestras esposas y familias, hemos hecho todo lo contrario. El mal dominio que ejercemos se basa en nuestras emociones, en la autocomplacencia y en el orgullo de vivir amándonos a nosotros mismos. Como quizá sabemos, hermanos, muchos matrimonios cristianos tristemente han olvidado tanto su condición de pecadores como el mandato de Dios para vivir con sus esposas en paz por la gracia recibida en Cristo.
La autoridad que ejercemos sobre ellas no ejemplifica el propósito del matrimonio:
«Grande es este misterio, pero hablo con referencia a Cristo y a la iglesia» (Ef. 5:32).
Nuestro orgullo toma lo bueno que Dios nos ha dado y lo usa para nuestros propósitos egoístas. Muchas veces, como me ha pasado a mí, termino en la discusión edénica de culparla en vez de ser responsable, como un buen líder haría, de mis acciones delante de Dios y de ella. Tomamos la sujeción como una obligación hacia nosotros, cuando Dios claramente le dice a la mujer:
«Mujeres, estén sujetas a sus maridos, como conviene en el Señor» (Col. 3:18).
La sujeción no es para nuestro beneficio, es para la gloria de Dios. El primer y segundo mandamiento también se aplican a nuestros matrimonios como la solución para ejercer un buen liderazgo: Amar al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, para entonces amarla (Mt. 22:37). A la luz de la gracia salvadora de Cristo, quien nos ha dado al Espíritu Santo para aconsejarnos, humillarnos y transformarnos en los esposos que Dios nos ha llamado a ser, es decir, ser como Cristo.
Resultados de un mal liderazgo
Somos responsables de nuestro hogar. Después de nuestra relación con Dios y de someternos a Él, nuestra mayor y más importante relación terrenal es con nuestras esposas, pero sinceramente no se lo hacemos fácil. Muchas maneras pecaminosas e incluso idolátricas son causa de dolor para nuestras esposas: la exigencia de conformarlas a nuestra imagen, las palabras ásperas como medio de persuasión y condenación, la comparación con otras personas, el abandono de tiempo con ella por estar en el teléfono o viendo la televisión, el orgullo que nos hace implacables al no querer pedir perdón y arrepentirnos, y el alejamiento en la intimidad.
Todo esto puede terminar en infidelidad, adulterio y divorcio, lo que lastima a la mujer de tu juventud (Mal. 2:15-16) y presenta un mal ejemplo para tus hijos sobre lo que un matrimonio cristiano debe reflejar. No se trata de perfección, sino de santificación. Muchas veces estamos más conscientes de sus fallas que de las nuestras, hemos invertido el significado de lo que ser un verdadero hombre implica: servicio y humildad. No hace falta buscar más respuestas, está escrito en nuestras Biblias, en pasajes como Filipenses 2:5-8, Mateo 20:26 y Marcos 8:34, que se resumen así:
Tu esposa es primero, tú después.
¿Quieres liderar? Sé un siervo de Cristo, como Él lo fue por nosotros al morir en una cruz para nuestro rescate y purificación.
Si en verdad estás siguiendo a Cristo, toma tu cruz y niégate a ti mismo.
El mayor problema del ser humano es complacer su propio ego, pero en nosotros esa es nuestra mayor batalla: morir a nosotros mismos para amar a nuestra esposa «como Cristo amó a la iglesia y se dio Él mismo por ella» (Ef. 5:25).
Ama a tu esposa
En 1 Pedro 3:7 se nos dice que convivamos de manera comprensiva con nuestras esposas, como con un vaso más frágil, dándoles honor. Pero nota esto: no porque ella nos satisface, no porque hace las cosas que nos gustan, sino porque es heredera junto con nosotros de la gracia de la vida. Es decir, Dios nos ha dado a nuestras esposas como un regalo, un tesoro (Prov. 18:22) para cuidar en Su nombre.
Amarlas nos santifica para que nosotros también adoremos a Cristo. Amarlas refleja cuánto estamos amando a nuestro Señor. Amarlas significa cuidarlas, protegerlas, guiarlas con respeto, honor y firmeza. Amarlas es decirles la verdad en amor. Amarlas es dar nuestra vida por ellas. Amarlas es ponerlas antes que nuestros deseos, comodidad y placeres. Amarlas como Cristo es sacrificial; a medida que lo hacemos, experimentamos el gozo de obedecer Su voluntad.
¿Cómo lo hacemos?
Yo no sé cuál es tu situación o cuántos años de matrimonio tienes. En lugar de quejarnos de ellas o alejarnos siguiendo nuestros propios deseos, te invito a orar por tu esposa, es algo que yo hago. Empecemos por allí. No nos dejemos guiar por nuestros deseos, despojémonos del viejo hombre y renovemos nuestra mente en Su Palabra para ejercer paciencia, servicio, cuidado y protección, que representan nuestra vestimenta en Cristo.
Examínate
• ¿Cómo está tu relación con Dios diariamente?
• ¿Cómo está tu vida de arrepentimiento?
• ¿Estás orando por tu esposa?
• ¿Eres intencional al escucharla y disfrutar de ella?
• ¿La estás amando como Cristo te llama?
Espero que este artículo edifique sus corazones así como lo hizo conmigo. Demos gracias a Dios por ellas, por ser nuestras compañeras. Los hijos partirán un día para formar sus hogares, pero ellas permanecerán con nosotros. Nuestras iglesias iluminarán este mundo a través de matrimonios que representan la relación de Cristo con Su Iglesia.
Lee el segundo post de esta serie aquí.
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