El Dios trino ha creado un universo bueno, un lugar de belleza, gozo, armonía y amor. Este sigue siendo un buen universo, y todavía podemos disfrutar todas estas cosas en el presente, pero ahora esa armonía se encuentra deteriorada por el odio; el gozo, por el sufrimiento; la belleza, por la muerte. ¿Y qué fue lo que salió mal? O, para decirlo de otro modo, ¿qué fue lo que pasó, exactamente, cuando Adán y Eva pecaron en el capítulo 3 de Génesis para que ahora necesitemos la salvación?
Realmente la respuesta a esa pregunta depende de qué era lo “correcto” originalmente. Y lo que es “correcto” depende de qué tipo de Dios tenemos. Por ejemplo, tomemos al Dios unipersonal: este Dios no creó a causa de un amor sobreabundante, él creó simplemente para gobernar y ser servido. En tal caso, “lo correcto” no significa otra cosa que comportamiento correcto. Suponiendo que este es Dios, ¿entonces qué fue lo que salió mal? Bien simple, Adán y Eva hicieron lo que Dios les dijo que no hicieran. Ellos no obedecieron. Ahora bien, hasta cierto punto eso es lo que vemos exactamente en Génesis 3: el Señor Dios le ordenó a Adán que no comiera del árbol del conocimiento del bien y del mal, pero eso fue exactamente lo que Adán y Eva hicieron.
Pero esa respuesta no llega a lo más profundo, ni siquiera se acerca lo suficiente. Porque en la Biblia el pecado va más allá que tan solo nuestro comportamiento. Más bien, podemos hacer lo “correcto” y no ser otra cosa que sepulcros blanqueados, limpios por fuera, pero podridos en el interior. Jonathan Edwards sostenía que hasta los demonios pueden hacer “lo correcto” en ese sentido superficial del buen comportamiento:
En una ocasión el diablo parecía religioso por miedo al tormento. Lucas 8:28: “Este, al ver a Jesús, lanzó un gran grito, y postrándose a sus pies exclamó a gran voz: ¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me atormentes”. Aquí estamos en presencia de una adoración externa. El diablo es religioso; él ora: ora en una postura humilde; cae delante de Cristo, se queda postrado; ora con fervor, clama a gran voz; usa expresiones humildes —“Te ruego, que no me atormentes” (usa expresiones de adoración que son de respeto y rinden honor) —“Jesús, Hijo del Dios Altísimo”. No faltaba nada, solo amor.[1]
He ahí donde yace el problema con la historia del Dios unipersonal: si sencillamente el pecado se tratara de actuar y portarse bien, entonces el diablo aquí no está pecando.
¿Y qué si en cambio comenzamos con el Dios trino? ¿Cómo cambiaría eso lo que estaba “correcto” en Génesis 2? ¿Cómo cambiaría eso lo que salió mal en Génesis 3? Bueno, en Génesis 1:27 leemos: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. El hecho de que somos creados a la imagen de Dios podría significar muchas cosas, y en verdad lo significa. Pero el hecho de que el Dios a cuya imagen hemos sido creados es específicamente el Dios trino de amor, tiene repercusiones que hacen eco en toda la Escritura. Al haber sido hechos a la imagen de este Dios, fuimos creados para deleitarnos en una relación armoniosa, para amar a Dios y para amarnos los unos a los otros. Por eso Jesús enseñó que el primer y gran mandamiento en la Ley es amar al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente, y el segundo es amar a tu prójimo como a ti mismo (Mateo 22:36-39). Para eso fue que fuimos creados.
Entonces, ¿qué salió mal? No fue que Adán y Eva dejaron de amar. Ellos fueron creados para amar a la imagen de Dios, y eso era algo que no se podía deshacer. Más bien su amor se desvió. Cuando el apóstol Pablo escribe acerca de los pecadores, él los describe como “hombres amadores de sí mismos, avaros… amadores de los deleites más que de Dios” (2 Timoteo 3:2-4). Seguimos amando, pero de una manera torcida, nuestro amor ha perdido el enfoque y se ha pervertido. Fuimos creados para amar a Dios, pero volvimos nuestro amor hacia nosotros mismos y hacia cualquier cosa menos a Dios. Y esto es exactamente lo que vemos en el pecado original de Adán y Eva. Ella toma la fruta prohibida y se la come porque el amor por sí misma (y por ganar sabiduría para sí misma) ha vencido cualquier amor que ella pudiera sentir por Dios.
“Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió” (Génesis 3:6). El problema va más allá de sus acciones, es más profundo que la desobediencia externa. Su acto de pecado fue simplemente la manifestación del giro que había dado su corazón: ahora ella deseaba más el fruto que lo que deseaba a Dios. Y esto, dice Santiago, es exactamente lo que sucede con todo pecado: éste fluye de nuestros deseos, fluye de nuestra forma incorrecta de amar: “sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:14-15).
Temas similares a este se pueden observar en el lamento de Ezequiel acerca del rey de Tiro. Allí el Señor le habla al rey y le dice: “En Edén, en el huerto de Dios estuviste; de toda piedra preciosa era tu vestidura; de cornerina, topacio, jaspe, crisólito, berilo y ónice; de zafiro, carbunclo, esmeralda y oro; los primores de tus tamboriles y flautas estuvieron preparados para ti en el día de tu creación. Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las piedras de fuego te paseabas” (Ezequiel 28:13-14). Todas estas piedras preciosas incrustadas en oro que él usa ciertamente nos recuerdan al sumo sacerdote de Israel, quien usaba doce piedras preciosas en su pectoral de oro cuando servía delante del arca del pacto en el tabernáculo. Y allí, en el arca del pacto estaban dos querubines de oro, con sus ojos puestos en el propiciatorio (la tapa del arca), en donde se suponía que el Señor se sentaba entronizado (Levítico 16:2; 1 Samuel 4:4).
Entonces en Ezequiel algo sale mal. El Señor le dice a este querubín: “Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor” (Ezequiel 28:17). En otras palabras, tal y como el corazón de Eva se tornó hacia sí misma, de esa manera la vista de este querubín se tornó hacia sí mismo. Eso fue lo que pasó en el Edén, el huerto de Dios: quienes fueron hechos para disfrutar la belleza del Señor le dieron la espalda para disfrutar de la suya propia. El amor y el deseo de sus corazones dejaron de ser para Dios y comenzaron a ser para sí mismos. Y ahora, en vez de correr hacia él, se escondían de él.
John Milton trató de captar esta imagen en su libro, Paraíso Perdido, al escribir sobre el ominoso acto de Eva basado en su propia reflexión. Se nos dice que antes de que ella tomara el fruto, ya su mirada había comenzado a enfocarse en sí misma. Comienza al lado de un tranquilo y reluciente lago en donde ella se inclina a mirar:
Cuando me inclinaba para mirar,
Apareció ante mí una forma en el cristal de agua,
Inclinándose también para contemplarme,
retrocedí estremeciéndome y ella retrocedió estremeciéndose:
complacida volví a adelantarme y ella hizo lo mismo,
mirándonos con amorosa empatía.
Aún estarían fijos mis ojos en aquella imagen
y yo me habría consumido en un vano deseo.[2]
Así como Dios Padre siempre ha mirado hacia fuera, hacia el Hijo, y viceversa, así Eva fue creada para mirar hacia fuera, para ser como Dios y para disfrutarlo como la fuente de todo bien y vida. Pero Eva estaba comenzando a mirar hacia dentro para amarse nada más que a ella. Y fue yo así que Eva se fue apartando de la imagen de Dios para ser más como la imagen del diablo.
La naturaleza del Dios trino marca toda la diferencia del mundo para entender lo que salió mal cuando Adán y Eva cayeron. Eso quiere decir que sucedió algo más profundo que quebrantar las reglas o que portarse mal: hemos pervertido el amor y lo hemos rechazado a él, aquel que nos hizo para amar y ser amados por él.
Este artículo es un extracto del libro Deleitándose en la Trinidad, publicado por Editorial EBI.
[1] Works of Jonathan Edwards [Las Obras de Jonathan Edwards], tomo 21, 171.
[2] John Milton, El Paraíso Perdido, IV, ll. 50-51.
¿Qué problema hay?
En este libro encontramos una introducción al cristianismo y la vida cristiana que está de principio a fin arraigada en nuestro Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu. No solo entendemos la persona y la obra de Cristo a través de la Trinidad, sino también la oración, la iglesia y todos los aspectos de nuestra fe.
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