Aunque sorprende, fue el rechazo del hombre a Dios lo que luego hizo que se expusiera lo más profundo del amor divino. En su respuesta al pecado podemos ver más profundamente que nunca la esencia misma de Dios. “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amorEn esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4:8-10). 

El Dios que definitivamente es amor muestra ese amor al mundo al enviarnos a su Hijo, a quien ama eternamente, en propiciación por nuestros pecados. Y de esta manera, por haber enviado a su Hijo por nuestra salvación, vemos más claramente que nunca cuan generoso y abnegado es el amor del trino Dios. 

Sin la cruz, nunca hubiéramos podido imaginarnos la profundidad y la seriedad de lo que significa decir que Dios es amor. “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros” (1 Jn 3:16). En la cruz vemos la gran santidad del amor de Dios, que la luz de su amor puro destruiría las tinieblas del pecado y el mal. En la cruz vemos la intensidad y fortaleza de su amor, que para nada es algo insípido, sino que es majestuosamente fuerte a medida que enfrenta la muerte, batalla contra el mal e imparte vida. Porque Cristo no fue amarrado y llevado a la cruz en contra de su voluntad. Nadie podía tomar su vida, pues él dijo: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Jn 10:18). El amor sacrificial de Jesús no tiene ataduras y es libre. Éste no surge por necesidad, sino que es el resultado de quien él es, la gloria de su Padre. Por medio de la cruz podemos ver a un Dios que se deleita en entregarse a sí mismo. 

Pero, ¿por qué el Padre nos envió a su Hijo? En Juan 3:16 parece que se nos da una buena razón, “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”. Esto ya es suficientemente impactante, pero más adelante, en el mismo evangelio, Jesús nos da una razón más primordial e impactante aún. Al orar al Padre Jesús le dice: “Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Jn 17:25-26). 

Es decir, el Padre envió al hijo para darse a conocer. Lo que quiere decir que él no quería simplemente bajarles una simple información acerca de sí mismo, sino que el amor que el Padre había tenido eternamente por su hijo pudiera estar en aquellos que creyeran en él, y para que pudiéramos disfrutar al Hijo, igual que el Padre siempre lo ha hecho. Entonces, he aquí una salvación que un Dios de tan solo una persona no hubiera podido ofrecer, aun si hubiera querido: el Padre se deleita tanto en su amor eterno por el Hijo que desea compartirlo con todos lo que crean. Al final, el Padre envió al Hijo porque lo amó de tal manera, y quiso compartir ese amor y comunión. Su amor por el mundo es la sobreabundancia de su poderoso amor por su Hijo. 

De hecho, en unos versículos anteriores Jesús lo expresa de manera más provocativa al decirle a su Padre: “La gloria que me diste, yo les he dado [a quienes creen]” (Jn 17:22). Esas eran palabras para provocar infartos, porque en Isaías 42:8 el Señor de manera clara y enfática declara: “Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria”. Entonces, ¿cómo es posible que Jesús pueda dar su gloria? 

Sin embargo, en Isaías 42, Dios no es un Dios unipersonal, abrazándose a sí mismo desesperadamente y rehusándose a compartir mientras se queja diciendo “a otro no daré mi gloria”. En Isaías 42 el Señor está hablando de su siervo, su escogido, aquel a quien unge con su Espíritu (v. 1). Es decir, el Padre está hablando de su Hijo ungido, aquel que no quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare (v. 3; ver Mateo 12:15-21, en donde se dice que Jesús cumple la profecía de Isaías). De hecho, el Señor se vuelve para decirle directamente: 

Yo Jehová te he llamado en justicia, y te sostendré por la mano; te guardaré y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, para que saques de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que moran en tinieblas. Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas (Isaías 42:6-8). 

En otras palabras, lejos de acaparar su gloria, el Padre la da libre y abundantemente a su Hijo. Él simplemente no se la dará a nadie máque no sea a su Hijo. 

Ahora, dejando esto así, podría parecer todavía una generosidad limitada y restringida. Ciertamente es mejor que la total negación de compartir de un Dios unipersonal, pero su exclusividad no nos impacta de inmediato como una gran noticia para festejar. Aunque la realidad del hecho es que esta es la esencia misma de por qué la Salvación del Dios trino es tan infinitamente superior a la salvación que ofrece cualquier otro dios. Porque el Padre da toda su gloria, su amor, su bendición y todo su ser exclusivamente a su Hijo —y luego él lo envía para compartir su plenitud con nosotros. “La gloria que me diste, yo les he dado”. 

Entonces, el Padre no es alguien que salpica desde lejos con bendiciones; y su salvación no es para ser mantenida a distancia, con mera lástima y perdón por parte de nuestro Creador. En cambio, él derrama todo su amor sobre su Hijo, y luego lo envía para que podamos compartir su gloriosa plenitud. El Padre ama tanto que quiere atraparnos en esa comunión amorosa que disfruta con su Hijo. Y eso significa que puedo conocer a Dios tal y como es realmente: como Padre. De hecho, puedo conocer al Padre como mi Padre. 

Pero, ¿cómo? ¿Cómo es posible que mi Creador me llegue a tratar de la manera en que trata a su Hijo? 


La Trinidad olvidada

Este libro desafía distorsiones comunes, resaltando la importancia de la Trinidad para revitalizar la adoración y obtener una comprensión más profunda del cristianismo. En un contexto donde el énfasis en el Espíritu Santo prevalece, esta obra ofrece una perspectiva equilibrada, explorando las tres personas de la Trinidad de manera intrigante.


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