Dios no podría ser amor si no hubiese nadie a quien amar. Él no podría ser Padre sin un Hijo. Con todo y eso, Dios no creó para entonces poder amar a alguien. Él es amor, y no necesita crear para poder ser quien es. Si así fuera, ¡entonces él sería alguien muy necesitado y solitario! “Pobre Dios”, diríamos. Si él nos creó para poder ser quien él es, entonces nosotros estaríamos dándole vida a él.

No es así. Jesús, el Hijo, dijo: “Padre… me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Jn. 17:24). El Hijo eterno, quien, según Colosenses 1, es “antes de todas las cosas” (v. 17), aquél por medio de quién todo fue creado (v.16), aquél que Hebreos 1 llama “Señor” y “Dios”, quien fundó los cielos y la tierra (He. 1:10), él es quien es amado por el Padre antes de la creación del mundo. Entonces, el Padre es el Padre del Hijo eterno, y él encuentra su propia identidad, su carácter paternal, en amar y dar su vida y su esencia al Hijo.

“el Padre es el Padre del Hijo eterno, y él encuentra su propia identidad, su carácter paternal, en amar y dar su vida y su esencia al Hijo”.

Por eso que es importante señalar que el Hijo es el Hijo eterno. No hubo tiempo alguno en el que él no existiera. Si fuera lo contrario, entonces Dios sería un ser completamente diferente. Si hubo un tiempo en el que el Hijo no existió, entonces hubo un tiempo cuando el Padre todavía no era Padre. Y si ese fuera el caso, hubo una vez, entonces, en que Dios no amaba porque al estar completamente solo no tendría a nadie a quien amar. Al comentar sobre Hebreos 1:3, el cual dice que el Hijo es “el resplandor de su gloria (la de Dios), y la imagen misma de su sustancia”, el teólogo del siglo IV, Gregorio de Nisa, explicó que:

“como la luz de la lámpara pertenece a la naturaleza de aquello que arroja luz, y está unida a eso (porque tan pronto como apare-ce la lámpara, la luz que procede de ella brilla simultáneamente), así mismo el apóstol nos hace pensar que el Hijo es del Padre y que el Padre nunca está sin el Hijo; porque es imposible que la gloria esté sin resplandor, como es imposible que la lámpara no tenga luz”.[1]

El Padre nunca está sin el Hijo, sino que al igual que la lámpara, la  gloria misma del Padre es irradiar la luz de su Hijo. Y de la misma manera, la naturaleza misma del Hijo es ser quien irradie la luz del Padre. 

La sustancia del Hijo es la misma que la del Padre. De hecho, él es lo que se emana (el resplandor) de la esencia misma del Padre. Él es el Hijo. En todo esto hemos estado viendo que el Padre ama y se deleita en el Hijo. 

Esto es algo que se percibe una y otra vez en las Escrituras: “El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (Jn. 3:35); “…el Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas” (Jn. 5:20), y así sucesivamente (ver también Isaías 42:1). 

Pero Jesús también dice que el mundo tiene que saber que él ama al Padre, y que hace exactamente lo que él le ha ordenado que haga (Jn. 14:31, NVI). Así que no se trata solamente de que el Padre ama al Hijo, sino de que el Hijo también ama al Padre —y esto es así a tal punto que hacer lo que le agrada a su Padre es como si fuera comida para él (Jn. 4:34). Hacer siempre la voluntad de su Padre, es su mayor deleite y más puro gozo.

Y, sin embargo, a la vez que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre, su relación posee una forma muy definida. Sobre todo, el Padre es el que ama y el Hijo es el amado. En la Biblia abundan las veces en que se habla del amor del Padre hacia el Hijo, y, aunque es claro que el Hijo ama al Padre, casi no se dice nada respecto a eso. 

El amor del Padre es primordial. El Padre es el que principalmente ama. Entonces, eso quiere decir que en su amor él enviará y dirigirá al Hijo; por lo tanto, el Hijo nunca envía o dirige al Padre. Esto resulta ser inmensamente significativo, tal y como lo señala el apóstol Pablo en 1 Corintios 11:3: “Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo”. 

En otras palabras, la forma de la relación Padre-Hijo (la forma de dirección) comienza vertiendo gracia como una cascada de amor: siendo el Padre el que ama y es cabeza del Hijo, así el Hijo es el que ama a la iglesia y es cabeza de ella. El Hijo dice: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado” (Jn. 15:19). 

“su amor no es una reacción que se da simplemente cuando la iglesia lo ama a él, su amor viene primero”

Y ahí yace la bondad misma del evangelio: como el Padre es el que ama y el Hijo es el amado, así Cristo se convierte en el que ama a la iglesia, y ésta, en la amada. Eso quiere decir que Cristo ama primeramente y ante todo a la iglesia: su amor no es una reacción que se da simplemente cuando la iglesia lo ama a él, su amor viene primero, y nosotros simplemente le amamos porque él nos amó primero (1 Jn. 4:19).

Esta dinámica ha de replicarse también en los matrimonios, los esposos siendo las cabezas de sus esposas, amándolas como Cristo ama a su esposa, la iglesia. Él es el que ama, ella es la amada. Entonces, al igual que la iglesia, las esposas no son dejadas a merced de ganarse el amor de sus esposos; ellas pueden disfrutarlo como algo que se ha derramado sobre ellas de manera total, gratuita e incondicional. 

El amor eterno del Hijo ha sido estimulado por el amor inmenso que el Padre le ha dado por la eternidad. De esta manera, nuestro amor ha sido estimulado como respuesta al grande amor de Cristo por la iglesia. El esposo ama tanto a la esposa que estimula el amor de ella a amarle en correspondencia. Así es esta bondad que brota y se esparce proveniente del mismo ser de Dios.


[1] Nicene and Post-Nicene Fathers [Los Padres Nicenos y Post-nicenos], Segunda Serie, Tomo V, 338.


Este artículo es una adaptación del libro Deleitándonos en la Trinidad, publicado por Editorial EBI.

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