Existen dos maneras o enfoques que son muy diferentes a la hora de pensar acerca de Dios. El primero es como un sendero empinado, estrecho y resbaladizo cerca de un precipicio, en una noche de tormenta sin luna, durante un terremoto.
Este es el sendero en donde tratamos de hallarle solución a Dios por medio del poder de nuestra mente. Miro el mundo en derredor y me digo que todo esto tiene que haber venido de algún lado. Alguien o algo tuvo que dar lugar a ello, y a ese alguien lo voy a llamar Dios. Dios es, entonces, el que hizo que todo lo demás existiera, mas él no vino a existir por causa de nada. Él es la causa no causada. Eso es quién él es. Dios es en esencia, el Creador, el que gobierna.
Todo esto suena muy razonable e inobjetable, pero si comienzo por aquí, con esto como mi perspectiva básica acerca de Dios, encontraré cada pulgada de mi cristianismo cubierta y desperdiciada por el más sucio y tóxico desastre.
En primer lugar, si la misma identidad de Dios es la de ser el Creador, el que gobierna, entonces él necesita una creación que gobernar para poder ser quien es. Por eso, con todo su poder cósmico, este Dios viene a ser patéticamente débil; pues nos necesita. Aun así, debido a lo que él es, nos sería difícil tenerle lástima. En medio de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, el teólogo suizo del siglo XX Karl Barth lo dijo tajantemente:
Quizás ustedes puedan recordar cómo Hitler, cuando solía hablar acerca de Dios, lo llamaba “el Todopoderoso”. Pero este no era “el Todopoderoso” que es Dios; no podemos entender quién es Dios desde el punto de vista de un concepto supremo de poder. Y el hombre que llama a Dios “el Todopoderoso”, pasa a Dios por alto en la forma más terrible. Porque “el Todopoderoso” es malo, como “el poder en sí mismo” es malo. El “Todopoderoso” significa Caos, Mal, Diablo. No pudiéramos describir y definir mejor al diablo que tratando de pensar en esta idea acerca de una capacidad soberana, autónoma y libre.
Ahora bien, Barth no estaba negando en lo absoluto que Dios es Todopoderoso, sino que quería dejar bien claro que Dios no es únicamente puro poder.
Aunque el problema no termina aquí: si la identidad misma de Dios es ser el que gobierna, ¿qué tipo de salvación puede ofrecerme (si es que está preparado para algo así)? Si Dios es el que gobierna, y el problema es que yo he quebrantado las leyes, la única salvación que puede ofrecer es perdonarme y tratarme como si las hubiese cumplido.
Pero si así es como es Dios, mi relación con él puede ser poco mejor que mi relación con cualquier policía de tráfico (sin ofender a cualquiera de mis lectores en el cuerpo de policías). Permítame decirlo de esta manera: si un poli bueno me atrapara a exceso de velocidad (algo que nunca sucede) y, por lo tanto, estuviera yo quebrando la ley, sería castigado. Si él fuera incapaz de descubrirme o yo me las arreglara (algo que nunca hago) para escaparme de él después de una emocionante persecución en auto, yo estaría aliviado. Pero en ninguno de los dos casos yo le amaría. Si incluso, al igual que Dios, él escogiera librarme de las consecuencias de mi infracción, aun así, no le amaría. Pudiera sentirme agradecido, y esa gratitud pudiera ser profunda, pero eso no sería lo mismo que amor. Y así mismo sucede con el policía divino: si la salvación significara simplemente que no me tuviera en cuenta mi falta y me contara como un ciudadano que obedece las leyes, entonces sería gratitud (no amor) todo lo que sentiría. En otras palabras, yo nunca pudiera amar realmente al Dios que es en esencia tan solo el que gobierna. Y eso significa, irónicamente, que nunca podré cumplir el mayor de los mandamientos: amar al Señor mi Dios. Así de frío y lúgubre es el lugar a donde nos lleva ese sendero escabroso.
La otra manera de pensar acerca de Dios es la de un camino iluminado, lisamente pavimentado: se trata de Jesucristo, el Hijo de Dios. De hecho, éste es el Camino. Es una senda que termina felizmente en un lugar diferente, con un tipo de Dios diferente. ¿De qué manera? Bueno, tan solo el hecho de que Jesús sea “el Hijo” realmente lo dice todo. Ser Hijo significa que tiene Padre. El Dios que él revela es, primeramente y, ante todo, un Padre. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, dice. “Nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Ese es quien Dios ha revelado ser: no Creador ni Gobernador en primer lugar, sino Padre, ante todo.
El Padre Amoroso
El aspecto más básico en Dios no se trata de una cualidad abstracta, sino del hecho de ser Padre. Una y otra vez las Escrituras igualan los términos “Dios” y “Padre”: en Éxodo, el Señor llama a Israel “mi primogénito” (Éxodo 4:22; veamos también Isaías 1:2; Jeremías 31:9; Oseas 11:1); él lleva a su pueblo “como lo hace un padre con su hijo” (Deuteronomio 1:31, NVI), los disciplina “como un padre disciplina a su hijo” (Deuteronomio 8:5, NVI); él los llama diciendo: “Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el Señor de los que le temen” (Salmo 103:13, LBLA) y “¡Cómo quisiera ponerte entre mis hijos, y darte una tierra deseable, la más hermosa heredad de las naciones!”.
Y decía: “Padre mío me llamaréis, y no os apartaréis de seguirme” (Jeremías 3:19; ver también Jeremías 3:4; Deuteronomio 32:6; Malaquías 1:6, LBLA).
Es por eso que Isaías ora, “…tú eres nuestro Padre, …Tú, oh Señor, eres nuestro Padre” (Isaías 63:16; ver también Isaías 64:8, LBLA). Y un nombre popular en el Antiguo Testamento era “Abías” (“El Señor es mi Padre”). Luego vemos que Jesús se refiere a Dios llamándole repetidas veces “Padre”, y dirige sus oraciones al “Padre nuestro”. Él les dijo a sus discípulos que subiría “a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Pablo y Pedro hablaron del “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 15:6; 1 Pedro 1:3). Pablo escribe acerca de “un Dios, el Padre” (1 Corintios 8:6), también de “Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (1 Corintios 1:3). Hebreos nos consuela: “…Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?” (Hebreos 12:7).
Debido a que Dios es Padre, ante todo, y no primordialmente Creador o Gobernador, todos sus caminos son hermosamente paternales. No se trata de que este Dios “hace” por el día el papel de Padre como un trabajo diurno, y regresa por la tarde para ser simplemente “Dios”. Tampoco se trata de que tenga encima un pedazo de dulce glaseado y paternal. Él es Padre. Lo es en su totalidad. Es por eso que todo lo que hace lo hace como Padre. Eso es lo que él es. Él crea como Padre y gobierna como tal; y eso quiere decir que la manera en que gobierna sobre la creación es muy diferente a la manera que cualquier otro Dios lo haría. El reformador francés Juan Calvino, al apreciar esto expresó:
El orden en que fueron creadas las cosas nos enseña, si estamos atentos, que el paternal amor de Dios… [nos muestra] la maravillosa bondad que demostró hacia nosotros como padre de familia atento; y generoso…. Finalmente… todas las veces que llamamos a Dios “Creador del cielo y de la tierra” debemos recordar que… somos sus hijos, que él ha asumido la responsabilidad de alimentarnos y dirigirnos. Así que, animados por la dulzura de su benevolencia y generosidad, procuremos amarle y honrarle con todo nuestro corazón.
Esta fue una observación muy profunda, porque solamente cuando veamos que Dios gobierna su creación como un Padre tierno y amoroso, es que seremos movidos a deleitarnos en su providencia. Puede que reconozcamos que el orden ejercido por un policía celestial fuera justo, pero nunca podríamos deleitarnos en su régimen como podemos deleitarnos en el tierno amor de un padre.
Este artículo es una adaptación del libro Deleitándonos en la Trinidad, publicado por Editorial EBI.
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