El magnate petrolero J. Paul Getty dijo una vez: “Las mejores cosas de la vida… son las cosas”. Este es el mantra del materialismo.

El materialismo es fundamentalmente un enfoque y una confianza en lo que podemos tocar y poseer. Describe el deseo desenfrenado para, la dependencia de y el almacenamiento de cosas. En algunas personas es más dolorosamente obvio que en otras. Pero impregna todo corazón.

El materialismo es un problema mucho más profundo que tener cosas. Es una expresión de mundanalidad con una fuerza increíblemente persuasiva. Un periodista describió la profunda influencia del consumismo (un sinónimo actual de materialismo) en estos términos:

El consumismo fue el triunfante ganador de las guerras ideológicas del siglo XX, superando tanto a la religión como a la política como el camino que siguen millones de estadounidenses (¡e hispanos!) para encontrar el propósito, el significado, el orden y la exaltación trascendente en sus vidas. La libertad en este mercado es para muchos la libertad para comprar tanto como puedas de lo que desees, reinventando y telegrafiando sin cesar tu sentido de identidad con cada nueva compra.

Esa observación confirma la persistente ignorancia o el rechazo aún del punto que hizo Jesús: “La vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee”.

Tenemos una tendencia ineludible a vincular lo que somos con lo que tenemos. Es de lo que Jesús nos rescató, de lo que el consumismo produce en nosotros y de lo que disfrutó J. Paul Getty. Cuando Jesús nos recuerda que la vida no consiste en la abundancia de las cosas que poseemos, ese no es solo un aforismo. Es el momento preciso para la enseñanza, porque en esencia el materialismo es un problema del corazón humano. 

Al exponer el materialismo, el verdadero asunto que aborda Cristo no es lo que nos rodea, sino lo que está dentro. El Salvador nos ama tanto que viene tras nuestros codiciosos corazones y nos rescata de la seducción de un mundo caído.

El Salvador nos ama tanto que viene tras nuestros codiciosos corazones y nos rescata de la seducción de un mundo caído.

Codiciar es una palabra incómoda. Parece anticuada, de estilo victoriano. Incluso susurrarla evoca imágenes ominosas de puritanos y profetas y de los Diez Mandamientos y “por todos los santos, deje las cosas de sus vecinos en paz”. ¿Qué es la codicia entonces? ¿Cómo sabemos cuándo estamos codiciando?

En pocas palabras, codiciar es desear demasiado las cosas o desear demasiadas cosas. Está reemplazando nuestro deleite en Dios con alegría en las cosas. El materialismo aparece cuando la codicia tiene dinero para gastar.

En sí mismas, las cosas no son malas. De hecho, si se reciben con gratitud, se usan con moderación y se manejan con fe, las cosas pueden ser un recurso tremendo para los propósitos de Dios. En la Inglaterra del siglo XVIII, la condesa de Huntingdon, una de las mujeres más ricas del Imperio Británico, utilizó su riqueza y propiedades para promover el renacimiento evangélico en su día. Sus residencias se convirtieron en lugares de reunión estratégicos para hombres como George Whitfield. Sus posesiones siempre estuvieron a la disposición de su Señor. Su visión de Dios movió su visión más allá de las cosas.

Pero la codicia tiene un apetito insaciable para las cosas. A través de las codiciosas atracciones y distracciones dentro del corazón, nuestras cosas cobran sentido en nuestras vidas mucho más allá de lo que Dios quiere. De hecho, el apóstol Pablo señala que la codicia es una forma de adoración de ídolos (Efesios 5:5; Colosenses 3:5). Los deseos idolátricos alejan nuestros corazones de Dios y los ponen en las cosas de este mundo. De ahí el ultimátum de Jesús registrado para nosotros en Lucas: 

Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (Lucas 16:13).

La codicia es elegir baratijas terrenales sobre el tesoro eterno.

El pecado de la codicia no es poseer cosas; sino es que nuestras cosas nos posean a nosotros. Por eso, cuando ese hombre en la multitud interrumpió a Jesús, le resultó tan fácil ignorar lo que el Maestro estaba enseñando y exigir una resolución sobre sus pertenencias. La codicia lo cegó a todo menos su objeto momentáneo de adoración: una herencia familiar. La ironía es que él estaba cara a cara con el único que verdaderamente era digno de adoración, y que podía ver lo que le faltaba. Tenía cosas en su mente y su corazón estaba envuelto en ellas.

El pecado de la codicia no es poseer cosas; sino es que nuestras cosas nos posean a nosotros.

La codicia es un pecado de igualdad de oportunidades. Acecha a los ricos y pobres por igual. La audiencia reunida alrededor del Señor ese día consistía en gran parte de campesinos, sin embargo, Cristo apuntó a su codicia e incredulidad al relatar la parábola del rico necio (12:13-21). El problema no es el nivel de impuestos; es los deseos.

Considera la siguiente historia verídica:

Hace muchos años, una importante empresa estadounidense tenía problemas para mantener a los empleados trabajando en su planta de ensamblaje en otro país. Los trabajadores vivían en una economía de trueque, generalmente agraria, pero la empresa les pagaba en efectivo. Como el empleado promedio tenía más dinero en efectivo después de una semana de trabajo del que jamás había visto, periódicamente dejaba de trabajar, satisfecho con lo que había hecho. ¿Cuál fue la solución? Los ejecutivos de la compañía dieron a todos sus empleados un catálogo de Sears (algo como el Corte Inglés). Nadie se rindió entonces, porque todos querían las cosas nunca antes soñadas que vieron en ese libro.

La lección está clara. La mera disponibilidad de cosas puede encender deseos codiciosos. Pero estamos llamados a recorrer un camino diferente. Como lo sugiere el título de este libro: La mundanalidad: resistiendo la seducción de un mundo caído, debemos luchar contra la codicia al nivel de nuestros deseos.

En mis viajes, he visitado a creyentes que viven en la pobreza en Filipinas, Ghana, Sudáfrica, India y Sri Lanka. Es conmovedor e inspirador ver a cristianos valientes soportar y prevalecer en un entorno de miseria. La iglesia occidental tiene mucho que aprender sobre el sufrimiento de los cristianos pobres en el mundo. Pero la tentación de codiciar puede ser igual de fuerte si el tema en cuestión es la cabra de un vecino o los palos de golf de un vecino.

Sí, la prosperidad puede ser una discapacidad espiritual que embota a las personas por su necesidad de Dios. Jesús fue serio al decir: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Lucas 18:24). Pero esto no significa que Dios esté predispuesto contra los ricos; significa que los ricos a menudo están predispuestos contra Dios. Su opulencia parece satisfacer las necesidades, pero realmente desvía la atención del Salvador y la dirige hacia sus cosas.

Ubicar el materialismo y el consumismo en el corazón codicioso es importante. Ofrece un diagnóstico bíblico para una enfermedad social común. Los problemas de los consumidores no comienzan con adicciones a las compras o “una oferta que no puedo rechazar”. El problema real es el pecado. La austeridad y la indulgencia no curarán la bancarrota del alma y el vacío de la vida que comúnmente se produce cuando se da rienda suelta a nuestros deseos codiciosos.

Así como Jesús se paró ante el hombre en Lucas 12, el remedio de Dios para el pecado está en la persona de Jesucristo. Jesús estaba y está listo para liberar, el corazón codicioso con una visión de libertad asegurada en la cruz. La codicia puede ser poderosa, pero no es rival a la par de un Salvador benevolente.


Mundanalidad

Este artículo es un extracto de el libro “Mundanalidad. Resistiendo la seducción de un mundo caído”, publicado por Editorial EBI.


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