La realidad es más que obvia: el matrimonio no es fácil. Los que hemos estado casados por algún tiempo, sabemos que el matrimonio requiere mucho más que la promesa de “amarnos hasta que la muerte nos separe”. Otros, han sido testigos de lo devastador que los matrimonios fallidos pueden ser. Los divorcios se ven como la “salida fácil” cuando un matrimonio no funciona, pero no hay forma de cuantificar los daños emocionales y espirituales que estas rupturas provocan en los miembros de la familia.
Es por eso, que la sociedad ha popularizado la “unión libre” como una alternativa al matrimonio. Cada vez más jóvenes optan por “no casarse” y deciden mejor, “vivir con alguien”,[1] como si el problema estuviese en la institución y no en los individuos que la conforman.
Por lo tanto, vuelvo a insistir, el matrimonio no es fácil. Sin embargo, no tiene que ser así. El matrimonio construido en fundamentos humanos siempre es difícil, si no imposible. Pero el matrimonio construido en el evangelio siempre tiene esperanza. Un matrimonio que está constituido por hombres y mujeres pecadores, está destinado a tener retos que parecerán imposibles de conquistar fuera del poder del evangelio. Pero de eso se trata el matrimonio—del evangelio. El evangelio es parte fundamental para la salud matrimonial. Lo puedo poner así, debido a nuestra naturaleza pecaminosa, el evangelio es esencial para que un matrimonio funcione de acuerdo al plan original de Dios. Permíteme explicar.
El matrimonio a la luz del diseño original
El matrimonio es una institución creada por Dios, no por los seres humanos. En el principio, Dios creó al hombre y a la mujer para formar un núcleo social que tendría como propósito la complementación mutua, compañerismo y procreación. En Génesis 2:22—24 (RV60), leemos que, “De la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.”
Lejos de una batalla entre los sexos, o ajenos de envidias y egoísmos, el diseño original del matrimonio estaba destinado a funcionar exitosamente para el bien del ser humano y para la gloria de Dios. Dios quiere que el ser humano sea feliz y completo en Él. Y el matrimonio era una prueba más de la bondad de Dios para el hombre. Dios gentilmente obsequió al ser humano la institución que les traería comunidad, compañerismo y felicidad.
El matrimonio saludable entre un hombre y una mujer era la manera en la que la gloria de Dios se desplegaría en el reino de Dios. La relación entre el hombre y la mujer mostraría la naturaleza de Dios y su personalidad, ya que ambos fueron creados “a la imagen de Dios” (Gn. 1:27). El matrimonio tendría que haber sido un reflejo más de la gloria de Dios en el hombre. Pero el ser humano eligió, y eligió incorrectamente. Todo cambiaría para siempre.
El matrimonio a la luz del pecado
Cuando Adán y Eva pecaron en el Jardín del Edén (Gn. 3:6), todas las esferas de la creación se vieron afectadas, incluyendo el matrimonio. El sentido de compañerismo y complementarismo en el matrimonio se vio seriamente dañado. Dios dijo, “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Gn. 3:16, RV60). El matrimonio se vería afectado para siempre. Desde ese momento, la relación entre el hombre y la mujer ha sufrido abusos y excesos que son terribles muestras del pecado humano.
El machismo, la violencia intra-familiar y toda clase de desviaciones del orden natural, son resultado de la caída al pecado. La naturaleza del matrimonio se vio alterada y se transformó de ser un centro de gozo, a una cueva de dolor. La pelea de los sexos solo se ha intensificado en los últimos siglos. Las mujeres están hartas de los hombres y viceversa. Hay violencia, dolor, abusos, adulterios, divorcios y caos. Las mujeres se han convertido en objetos de placer, y los hombres en los objetos de odio y resentimiento. El matrimonio sin Dios y sin sus principios bíblicos es virtualmente imposible. Pero Dios, “que es rico en misericordia” (Ef. 2:4), nos ha provisto del antídoto a este terrible ciclo. El evangelio de Dios revierte los efectos de nuestro pecado. El evangelio nos reinstala al diseño original de Dios para nuestras vidas.
El matrimonio a la luz del evangelio
El evangelio—las noticias de que hay perdón de pecados en Cristo—transforma y limpia todo nuestro ser. Pedro asegura que los que hemos creído en el evangelio, hemos sido completamente lavados para ser una nueva criatura. Pedro escribe, “Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro” (1 P. 1:22, RV60).
En Cristo tenemos la habilidad de “amarnos entrañablemente” de nuevo. Esto aplica a todas las áreas de nuestra vida, incluyendo el matrimonio. Sin el evangelio no tenemos un punto de referencia para entender lo que es el amor verdadero. Pero habiendo creído en el evangelio, tenemos ahora una nueva naturaleza que abre las puertas para ser “verdaderos humanos”—humanos de la manera que Dios había originalmente diseñado.
Necesitamos entender que sí hay una manera de ser humanos “correcta e incorrectamente”. Lejos de Dios, únicamente podemos vivir incorrectamente. Pablo dice que “nadie hace lo bueno” (Ro. 3:12) y, por lo tanto, no podemos esperar que un matrimonio sea exitoso cuando ninguno de los dos busca a Dios, hace lo bueno, es justo o justa.
Pero cuando hemos sido salvados de las garras de nuestro pecado, ahora tenemos la responsabilidad de ser llenos del Espíritu de Jesús (Ef. 5:18) para buenas obras. Ahora tenemos la habilidad de “hacer morir los deseos de la carne” (Ro. 8:13) y de amar a nuestra esposa de la manera en que Cristo amó a la iglesia (Ef. 5:25). El evangelio nos enseña qué es amar genuinamente y perdonar profundamente. El evangelio nos rehúsa el “derecho” de guardar rencor y cultivar amargura. El evangelio nos despoja de nosotros mismos, e instala a un nuevo “yo” que desea amar a su Rey en todas las áreas de su vida—incluyendo el matrimonio.
Antes era imposible, pero el evangelio cambia todo. Nos transforma, nos renueva, nos restaura. El matrimonio y el evangelio es una frase inseparable—sin el evangelio no puede haber un matrimonio bíblico.
[1] https://www.jornada.com.mx/2020/10/09/opinion/018a2pol
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