Todos esperamos algo, o a alguien. 

A veces nos toca esperar por razones irrelevantes (un ascensor lento, un atasco o el pésimo servicio de un restaurante) que aunque resultan momentáneamente molestas, enseguida las olvidamos. Sin embargo, otras veces son cosas realmente importantes por las que tenemos que esperar: La conversión de un amigo, un compañero para toda la vida, recuperar un dinero que nos deben, que mejore nuestra salud, respuesta a nuestras oraciones, que otros sigan nuestro liderazgo, ese primer trabajo, la reconciliación con alguien que nos importa. Algunas esperas parecen alargarse demasiado y nos preguntamos ¿Por qué Dios no hace de una vez lo que ha pensado hacer? Mientras esperamos, la incertidumbre y lo desconocido nos consumen. 

La espera del Señor Jesucristo

Durante los 18 años de la vida de Jesús de los que la Palabra no hace mención (de los 12 a los 30), el propósito de su vida se había ido esclareciendo, adquiriendo mayor precisión y Jesús fue adquiriendo mayor discernimiento y determinación. A la edad de 12 años Él ya sabía quién era (Lc 2:49), cuánto más a los 20. Sin embargo, en todo ese tiempo, no recibió ninguna señal del cielo que le indicara cuándo comenzar su ministerio. Los veinte años se convirtieron en 24, y los 24 en 27. Ni una palabra. ¿Debería pues sencillamente, comenzar a predicar? ¿Darse simplemente a conocer? No. Tenía que esperar.

Caminando entre la gente, Jesús veía sus necesidades. Sabía lo que hacían en secreto. Conocía sus alegrías, sus pecados, sus motivaciones. Sin embargo, ningún “¡ADELANTE!” le llegaba de Dios. ¿Anheló predicar, sabiendo que su verdad liberaría, redimiría y sanaría? Él sabía quién era y lo que había venido a hacer. Tiene sentido pensar que estaría ansioso por comenzar a ocuparse de todos aquellos asuntos que requerían de un cuidado que solo Él podía proporcionar.   

En los años anteriores, muchos personajes notables pisaron el escenario político de Israel, pero ninguno resultó ser la “…Voz que clama en el desierto: ¡Preparad el camino del Señor…” (Is 40:3) como predecía la Escritura! 

El verano del 26 d.C. en la provincia del norte de Galilea empezaron a llegar noticias sobre un profeta del desierto. Un tipo que bautizaba gente. Los que viajaban a Jerusalén traían nuevas de un avivamiento del Espíritu, de cosas poco corrientes que ocurrían en el río Jordán. Algunos las descartaron pensando que se trataba de algo pasajero.

Las noticias sobre el avivamiento fueron filtrándose gota a gota por todos los rincones de aquella tierra aunque al principio, solo los lugareños escucharon a Juan. Pero aquellas gotas se convirtieron en un arroyo, el arroyo en un río y el río en un torrente. La gente de Jerusalén viajó al Jordán y semanas después de los primeros rumores, una multitud cada vez más numerosa se congregó alrededor de este fascinante personaje, Juan el Bautista.

Jesús recibe su señal

Al norte de Nazaret, ciudadanos importantes que viajaban al sur confirmaban a su vuelta los rumores que decían que Juan no era un predicador cualquiera. Un día, un hombre respetable se acercó al taller de carpintería de José. Puedo imaginarme al Señor cuando le preguntó: “¿Por favor, me puede decir qué es exactamente lo que dice ese profeta del desierto?” El hombre respondió recitando aquellos pasajes del AT que la voz del desierto había marcado a fuego en su pensamiento: “Preparad el camino del Señor; enderezad calzadas en la soledad a nuestro Dios” (Is 40:3). “Y saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre Él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová”. (Is 11:1, 2). “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, y a los presos apertura de la cárcel”. (Is 61:1) “Entonces dije: He aquí vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley esta en medio de mi corazón” (Sal 40:7, 8).     

Mientras su invitado recitaba esos versículos debió hacerse la luz en la mente del Redentor. ¡Esa era su señal! Ya era la hora.

Con un nuevo tono de autoridad y determinación en su voz, le imagino también   diciéndole a María, “Madre, ¿recuerdas la Pascua de Éxodo? ¿Recuerdas el chivo expiatorio de Levítico? ¿El siervo sufriente de Isaías? ¿El profeta que se lamentaba en Jeremías? ¿El familiar redentor de Rut? Madre, Yo Soy el cordero Pascual, Yo Soy el chivo expiatorio de Levítico, Yo Soy el profeta de Jeremías, el redentor de Rut y el siervo sufriente. Madre, Yo Soy todos ellos, lo soy”. Le imagino igualmente llamando a aquel medio hermano que le seguía en edad, para dejarle a cargo de la carpintería y anunciar su partida. Al día siguiente, Jesús abandonaría la casa para no volver jamás a su vida de carpintero.

La espera de Juan el bautista

Cada día, nuevos peregrinos hacían el trayecto hasta el río Jordán. Juan se había atrevido a proclamar que el Mesías venía pronto y esta promesa había encendido nuevas esperanzas. Sin embargo, a Juan, la espera le producía un gran desasosiego.

Podemos imaginar a sus detractores diciendo, “Juan, ¡nos prometiste al Mesías! ¿Le conoces? ¿Cuándo vendrá? ¿Dónde está el Mesías ahora, Juan? Porque Juan no sabía quién era el Mesías, tenía que esperar (Jn 1:31, 29, 33).

Juan continuó predicando un mes, dos meses. Los dos meses se convirtieron en tres, y la tensión iba en aumento. La gente quería saber cuándo cumpliría Juan su promesa. Tres meses se convirtieron en cuatro y el Mesías no llegaba. ¿Cómo no iba a crecer el nerviosismo en Juan?

Con la sola compañía de sus pensamientos, Juan tuvo que admitir que no sabía quién era el Mesías. Esto hizo aún más dura la espera. Cinco meses se convirtieron en seis. “Señor, ¿cuanto tiempo más tendré que esperar? Por favor envía a Tu Mesías”.

La espera de Juan llega a su fin

Caminando hacia el sur, Jesús se unió a la multitud en el Jordán. El día antes de bautizarle, Juan le había visto de lejos y había hablado con Él (Jn 1:29). Pero los textos (Jn 1:31, 33) son claros, hasta ese día, Juan no supo que aquel que estaba presentando a la nación, era su familiar, Jesús de Nazaret.

El factor tiempo reflejado en Lucas (1:36) no significa que Juan no conociera a Jesús, sino que no sabía que era el esperado. La razón lógica de que Elizabet se quedara embarazada seis meses antes que María fue que Juan pudiera predicar seis meses antes de bautizar a Jesús. Fue su bautismo público lo que lanzó al Mesías a su vida pública.

Parece ser que Juan tenía costumbre de hablar con todo aquel que quisiera bautizarse y así lo hizo con Jesús. ¿Le miraría Juan fijamente durante largo rato? ¿Le cautivaron la majestad y la paz que emanaban de este aspirante al bautismo? Dudaba. Sentía que era Jesús quien debía bautizarle a él. Pero una vez que Juan hubo bautizado a Jesús, una paloma descendió para corroborar la identidad del Mesías. La espera de Juan había concluido. La tensión disminuyó. Juan podía relajarse. ¡Eso sí! no dejó de predicar y continuó siendo una voz para Dios, pero su tarea principal había terminado.

La espera en Jerusalen

Qué triste que cuando llegó la respuesta de Dios (Jesús) a los sueños y esperanzas de Jerusalén, los suyos le rechazaron. Al no lograr reconocer la respuesta de Dios, el pueblo judío sigue esperando a su Mesías 2000 años después.

Reflexionar sobre la espera de Jesús, de Juan y de Jerusalén, nos dará perspectiva mientras esperamos en el Señor. Analiza este razonamiento: La espera que Dios ha permitido en mi vida ha añadido valor a aquello que esperaba.”

Aceptando que la espera es oportunidad

Mientras que los niños se quejan y hacen pucheros cuando tienen que esperar, las personas maduras espiritualmente interpretan la espera de manera muy diferente. La espera de Jesús y de Juan era de hecho, una espera en el Señor. No es fácil entender nuestra espera como una espera en el Señor. Sin embargo, si miramos a Dios y ponemos toda nuestra esperanza en Él (Sal 62:5), la espera cobrará un sentido y un propósito nuevos. La razón por la que esperar en Dios puede reforzar el carácter es que Dios siempre está a un paso de nosotros cuando le buscamos.

Cuando pasan los meses y los años sin que Dios nos responda como esperamos que lo haga, nuestra fe debe estar ligada a la confianza en Dios. Las demoras requieren que nos aferremos al Altísimo. Este es el propósito último de Dios para nuestra espera –nuestra intimidad con Él.

Esperar en Dios no significa pasividad. Cuando Dios no nos da lo que queremos, la tentación es declararse en huelga (dejar de obedecer, de leer la Biblia, dejar de ir a la iglesia, no gozarse en el Señor). Por el contrario, el esperar bíblico es una espera confiada en que Dios hará lo mejor, utilizándola para hacerme más dependiente, tener mayor intimidad con Él, ser más consciente de lo que Él es.

Nuestra confianza

Aquel que midió los océanos con el hueco de su mano, es el mismo Dios que dijo “Echad toda vuestra ansiedad sobre mi, y guardará vuestro corazón y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Is 40:12 y 1 P 5:7) Nuestro tiempo no es el tiempo de Dios (Is 55: 8-11) ya que Dios percibe el tiempo desde la perspectiva de la eternidad (Is 55:8-11 y Sa 90:2). Y porque Dios es bueno, podemos tener paz mientras esperamos que Él traiga a nuestras vidas aquello que será lo mejor para nosotros.

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