El cristianismo siempre ha estado enamorado de la música. Ésta se refleja mucho en las Escrituras, así como en la vida de la iglesia. John Dryden, poeta del siglo XVII, trató de explicar en su “Canción por el Día de Santa Cecilia” por qué esto era así:
De la armonía, de la celestial armonía Este cuadro universal comenzó a surgir. Cuando la naturaleza yacía Bajo un torrente de átomos discordantes Y no podía su cabeza alzar, Desde lo alto se escuchó la voz con armonía, “¡Levantaos, vosotros, que muertos están!”. Entonces lo frío, lo caliente, lo húmedo y lo seco Saltaron para sus lugares toma Obedeciendo al poder de la música. De la armonía, de la celestial armonía Este cuadro universal comenzó: De armonía en armonía Fluyó por todo el ámbito de notas, Y en el hombre, el diapasón por completo cerró.
Las palabras de Dryden encuentran su eco por todo el mundo cristiano: C.S. Lewis, en The Magician’s Nephew [El Sobrino del Mago], hizo que Aslan, prototipo de Cristo, cantara para traer a Narnia a la existencia; su amigo, J. R. R. Tolkein, imaginó la creación del cosmos como un suceso musical en The Silmarillion; y el músico del siglo XVIII, George Frideric Handel, le puso música a la oda de Dryden para que uno pudiera escuchar de manera melódica cómo, después de un silencio dramático y un vacío que nos recuerda al de Génesis 1, estalló el gozo rebosante de la armonía celestial.
De ahí, de la armonía celestial del Padre, Hijo y Espíritu, es que proviene este cuadro universal del cosmos —y toda armonía creada. Escuchar una melodiosa armonía puede ser una de las experiencias más hermosas y embriagantes. Y no es de sorprendernos que, como en el cielo, así también en la tierra. El Padre, Hijo y Espíritu siempre han estado en una deleitosa armonía, y por eso, crean un mundo donde las armonías (distintos seres, personas o notas que funcionan en unidad) son buenas, reflejando así el ser mismo del trino Dios.
La armonía eterna del Padre, Hijo y Espíritu provee la lógica de un mundo en el cual todo fue creado para existir en jovial comunión, el cual todavía, a pesar de la discordancia del pecado y el mal, es esencialmente armonioso. Es por eso que el teólogo del siglo IV, Atanasio, comparó a Dios Hijo con un músico, y al universo con su lira:
Como el músico que afina su lira, y que con su arte ajusta las notas altas con las bajas, y las notas intermedias con el resto para producir como resultado un solo tono; así también la sabiduría de Dios, (sosteniendo el universo cual lira, y ajustando las cosas en el aire a las cosas de la tierra, y las cosas celestiales a las del aire, y combinando las partes en un todo, y moviéndolos a su llamado y su voluntad), produce, como resultado, bien y con precisión, la unidad del universo y de su orden.
Y tales ideas han inspirado a muchos músicos cristianos. Por ejemplo, Johann Sebastian Bach, estuvo profundamente comprometido con la idea de que los músicos humanos podían hacer eco y reproducir el sonido de la armonía cósmica del músico divino; la forma en que está ordenada, los tonos menores y mayores, las sombras y las luces de la música, todo reproduciendo la estructura de la gran sinfonía que es la creación.
Al escribir música de esta forma, Bach trató de brindar de manera muy deliberada el combustible tanto para la mente como para el corazón, desafiando el intelecto y motivando las emociones, porque la realidad suprema que se encuentra detrás de la música no es tan solo fascinante, sino también hermosa de manera inconmensurable.
El contemporáneo de Bach, el joven Jonathan Edwards, era un fervoroso amante de la música. Una de sus palabras favoritas era la palabra “armonía”. Al declarar que el Padre, el Hijo y el Espíritu constituían la “armonía más suprema de todas”, él creía, al igual que Bach, que cuando cantamos juntos en armonía (como a menudo hacía con su familia), hacemos algo que refleja la belleza misma de Dios.
La belleza más profunda y más cautivante ha de encontrarse en la armonía celestial de la Trinidad. Karl Barth decía: “La trinidad de Dios es el secreto de su belleza”. Por supuesto que sí. En esa armonía vivaz de las tres personas, en el amor radiante, en la bondad rebosante de este Dios, hay una total belleza que entra en contradicción con la monotonía egoísta de los dioses unipersonales, tal y como lo describía Escrutopo. Y debido a que este Dios ha derramado su amor y su vida, también podemos decir:
“La trinidad de Dios es la fuente de toda belleza”.
La Trinidad
Este artículo es un extracto del libro “Deleitándose en la Trinidad”, publicado por Editorial EBI.
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