La resurrección de Cristo es el evento culminante en la obra de redención, asegurando la victoria sobre el pecado y la muerte. Si en la cruz se realizó el pago por el pecado, la resurrección es la confirmación de que dicho sacrificio fue aceptado por Dios. No se trata solo de un hecho histórico, sino de una verdad central que sostiene la fe cristiana y otorga esperanza a los creyentes.
Pero, ¿qué implica realmente creer en la resurrección de Cristo? La fe salvadora no es simplemente un reconocimiento intelectual de este evento, sino una confianza plena en su significado y en la persona de Jesús como Salvador y Señor.
El contenido de la fe salvadora
Existe un mínimo irreducible de verdad que debe comprenderse, aprobarse y en la que se debe confiar sin reservas y debe creerse para poder ser salvos. «Creer en el Señor Jesucristo» (Hch. 16:31) es más que simplemente escuchar sobre Sus características y estar de acuerdo con la idea de que tal persona existió, y que incluso era divina. La fe salvadora debe incorporar una comprensión de al menos las verdades elementales sobre Dios, el pecado, Cristo, el arrepentimiento y la fe. Una fe vacía no salva; aun peor, condena.
Uno de los aspectos de la fe salvadora tiene que ver con la resurrección de Cristo. El individuo debe confesar con su boca y creer en su corazón que Dios ha levantado a Cristo de entre los muertos para poder ser salvo (Ro. 10:9; es decir, se debe comprender que sólo un Salvador vivo puede otorgar perdón y que sólo uno que ha vencido al pecado y a la muerte puede salvar a alguien del pecado y la muerte). Y al parecer por este motivo Pablo consideraba la muerte, sepultura y resurrección de Cristo al tercer día como algo que debía transmitirse “primeramente” a la hora de proclamar el evangelio (1 Co. 15:1-4).
La regeneración de los creyentes
Pedro establece una relación entre el ministerio vivificante del Espíritu Santo en la regeneración y la resurrección de Cristo: «Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos» (1 P. 1:3). Una vida espiritual y la esperanza que ésta conlleva sólo son posibles porque Cristo ya validó Su obra expiatoria contra el pecado (obra que trajo como consecuencia Su muerte), al levantarse triunfalmente de entre los muertos. Su vida tras la resurrección garantiza una vida libre de pecado para los creyentes, aunque no todos los elementos de esa vida llegan de una sola vez cuando el individuo nace de nuevo. La vida tras la resurrección —es decir, nacer en Cristo— se va acumulando en el cristiano porque Él, por fe, se ha identificado con Cristo en Su muerte y resurrección. La victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte se convierte en la victoria del creyente también. Dios observa al creyente como si hubiese estado allí con Cristo en Su resurrección; «…juntamente con él nos resucitó y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:5-6, ver 1:20).
Pablo oró para que los creyentes efesios pudiesen experimentar este poder de la resurrección en su experiencia práctica cristiana. Por extensión legítima estaba orando para que todos los hijos de Dios lo experimentaran (Ef. 1:18-23). El mismo Pablo deseaba conocer de forma experiencial este poder (Fil. 3:10).
La resurrección de los creyentes
La esperanza de la resurrección a la vida eterna se basa en la resurrección de Jesucristo de entre los muertos: «Y Dios, que levantó al Señor, también a nosotros nos levantará con su poder» (1 Co. 6:14) y, «sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús, y nos presentará juntamente con vosotros» (2 Co. 4:14).
La explicación más elaborada de la relación que se establece entre la resurrección de Cristo y la de los creyentes se halla en 1 Corintios 15:12-49. El destino de la resurrección corporal de Jesús en el sistema de creencias del individuo determina el destino eterno de esa misma persona. Si Cristo no resucitó de entre los muertos, entonces no existe resurrección de ningún tipo para nadie, cualquier predicación al respecto es fútil y la esperanza está vacía (vs. 12-19). Pero como Cristo ha resucitado, no solamente hay resurrección para todos los humanos, sino que Dios también ha planeado un orden determinado (vs. 20-28). Como Cristo resucitó, tenemos propósito en nuestras luchas presentes de la vida cristiana (vs. 29-34). Además, el cuerpo resucitado del Señor Jesucristo es el modelo del cuerpo resucitado de los santos; los creyentes resucitados llevarán la imagen del cuerpo celestial de Cristo (vs. 35-49; ver Fil. 3:21).
La base de la justificación
Los que hoy en día creen en el Cristo resucitado, es decir, aquellos que tienen su fe puesta en las promesas divinas, tal y como hizo Abraham en tiempos antiguos, son justificados al recibir un lugar en la justicia y al ser declarados justos y ser tratados como tal por siempre por un Dios santo. Cristo «fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Ro. 4:25). Estas dos cláusulas obviamente son paralelas; ambas dan razón para la acción. Una da la razón de Su muerte y la otra de Su resurrección. La preposición dia transmite la misma idea en ambas cláusulas; la idea que transmite es «porque» o «debido a», en una sustitución intencional. «Jesús fue entregado para expiar nuestros pecados y fue resucitado para que fuésemos justificados».[1] Esto, por supuesto, no significa que Su muerte esté desvinculada de la justificación y que Su resurrección esté desvinculada de las transgresiones. La muerte y resurrección de Cristo son inseparables, y es imposible y desastroso bifurcar ambas y asignarle valor o una contribución expiatoria explícita a cada una. Cada una es teológicamente correlativa con la otra.
¿Cómo funciona teológicamente esta resurrección para «nuestra justificación»? Hay que tener en cuenta varios factores:
- Debido a que la muerte de Cristo y Su resurrección son correlativas entre sí, Su muerte no tendría eficacia justificadora sin la validación de la resurrección. En el libro de Romanos el apóstol enseña claramente que la sangre de Cristo o Su muerte sacrificial está directamente relacionada con la justificación del creyente (3:24-25; 5:9; 8:33-34).[2]
- La fe justificadora es fe en Jesucristo (Ro. 3:22, 26), pero solo un Cristo resucitado puede justificar.[3]
- Como la muerte y resurrección de Cristo son inseparables, también es cierto que la resurrección de Cristo y Su exaltación a la diestra del Padre no pueden separarse y son correlativas. Ser «levantado [resucitado] para nuestra justificación» incluye a Su correlato: Su ascensión y exaltación. El mérito de la obediencia expiatoria de Cristo, y Su justicia, fueron aceptados y aprobados por el Padre cuando le dio la bienvenida nuevamente en la gloria eterna en Su exaltación (Jn. 16:10; Ef. 1:20-23; Fil. 2:9-11). Esta justicia se le atribuye al creyente y sobre esa base, él también es aceptado y aprobado por el Padre como perfectamente justo, es decir, justificado.[4] La resurrección y exaltación de Cristo fue lograda para que los creyentes fuesen justificados.
Este artículo es un extracto del libro Teología sistemática del Nuevo Testamento, publicado por Editorial EBI.
[1] John Murray, The Epistle to the Romans, NICNT, 2 tomos (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1965), 1:155.
[2] Ibid. 1:157.
[3] Ibid. 1:156.
[4] Wayne Grudem, Teología Sistemática (Miami: Vida, 2007), 646-647.

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