La semejanza a Cristo no es lo mismo que seguir un ideal moral o ético. No es simplemente poseer más conocimiento del contenido bíblico o principios bíblicos. No es meramente remplazar los viejos hábitos con nuevos o ser bueno y hacer bien. Además, no es ser bien ajustado o recuperarse de algún pecado que dominaba la vida. La semejanza a Cristo es la manifestación del fruto del Espíritu de Dios en la vida del creyente que mira la gloria de Dios. El resultado del proceso de una persona que se parece más y más a Cristo.
Pablo dice que la meta de Dios para el creyente es que llegue “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef 4:13). Cristo es el ejemplo de cómo un hombre puede parecer cuando aquel hombre está controlado enteramente por el Espíritu Santo y está en comunión perfecta con Dios. En la sumisión de Cristo al Padre, en su dependencia de Él y en su ministerio abnegado a otros se mezclaron aquellas características en un ideal perfecto que Pablo llamó la “forma [naturaleza] de un siervo” (Fil 2:7).
La designación “siervo” significa poco para nosotros hoy en día, pero para un creyente del primer siglo estaba llena de significación. Los esclavos en el mundo antiguo se valoraban por dos cualidades básicas, las cuales son también características de nuestro Señor. Veremos cada una de ellas en las siguientes líneas.
LOS ESCLAVOS DEL PRIMER SIGLO ERAN SENSIBLES A LAS NECESIDADES DE OTROS
Este concepto se expone en la palabra neotestamentaria diakonos (siervo), la cual aparece más de sesenta veces en el Nuevo Testamento en sus formas variadas y describe a una persona activamente involucrada en satisfacer las necesidades de otros.
Nuestro Señor enseñó que los más exaltados tenían una actitud de “otredad”. Sus preocupaciones no eran de sí mismos y cómo otros les podrían servir a ellos sino de cómo ellos podrían ser una bendición a otros (Mt 20:25–28; 23:11–12; Jn 12:26).
Un siervo útil del primer siglo no holgazaneaba en la sombra esperando que no le llamaran para hacer alguna tarea. Estaba justo en medio de la acción —lavando pies, llenando tinajas de agua, siendo tutor de niños, trabajando en los campos, haciendo tareas, etc. Los atributos de Dios de amor, compasión, benignidad, paciencia y misericordia, cuando manifestados en la vida de un creyente mirando la gloria de Dios, resultan en un servicio de otros, semejante al de Cristo (Jn 13:12–17; Ro 15:1–7).
LOS ESCLAVOS DEL PRIMER SIGLO ERAN SENSIBLES A LA VOLUNTAD DE OTROS
Otra palabra griega, doulos, enfatiza el segundo aspecto de esclavitud —ser sensible a la voluntad de otros. En el mundo clásico esta palabra refería a alguien esclavizado a otra persona. Enfatizó la total posesión y soberanía de un individuo por alguien más (Mt 8:9; 22:1–14; Mr 12:1–5; Lc 12:41–47; 14:16–23). Se usa 125 veces en el Nuevo Testamento y al final tomó un significado diferente en el uso cristiano de la palabra. Pablo la usó en Romanos 1:1 y otros sitios para llamarse a sí mismo “un siervo de Jesucristo”. Juan la usó de la misma forma en Apocalipsis 1:1. Estos hombres estaban testificando de su sensibilidad a su voluntad —a sus órdenes. Incluso, Jesús mismo dijo, “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, [insinuando que yo soy vuestro Maestro y vosotros sois mis siervos] y no hacéis lo que yo os digo?” (Lc 6:46).
Este aspecto de la servidumbre frecuentemente se pasa por alto en nuestra sociedad democrática de pensamiento libre. Según esta definición, muchos creyentes no son siervos muy buenos. No responden bien a la voluntad de sus señores. No obedecen la velocidad máxima, las restricciones de estacionamiento, leyes de impuestos y una multitud de otras leyes civiles e institucionales. No se someten con gozo a sus padres, profesores, esposos, empleadores, líderes de iglesia y otras figuras de autoridad en sus vidas. El espíritu de nuestra edad predica que si no te gusta la voluntad de tu señor, está bien ignorarla o desafiarla. ¡Nada podría estar más lejos de la semejanza a Cristo! Otro vistazo cuidadoso a Filipenses 2:1–11 muestra el espíritu de nuestro Señor hacia las autoridades terrenales que le sentenciaron a la muerte —“y muerte de cruz”.
Pablo dio instrucciones muy serias a los esclavos neotestamentarios, los cuales formaban una gran parte de sus congregaciones. Muchos de ellos pertenecían a amos “no dignos” que severamente los maltrataban (Ef 6:5–8; Col 3:22–25; 1 Ti 6:1–2; Tit 2:9–10).
No cabía duda en cuanto a la obediencia de los esclavos del primer siglo. Pertenecían a alguien y se esperaba de ellos que cumplieran los deseos de su amo sin quejarse. Tenían que someterse hasta a los amos irrazonables con una humildad resuelta que “adornaba” el evangelio que profesaban. Nuestro Señor mismo jugaba por las mismas normas; vino a esta tierra y respondió a las autoridades humanas en la misma forma.
La semejanza a Cristo, entonces, será evidenciada en hacer bien a otros; pero igual de importante, será evidenciada en sumisión a la autoridad. Los que quieren la imagen de ser un “buen cristiano” pero que no son buenos siervos tendrán una lucha feroz con la sumisión. Argumentarán que han aprendido a “pensar para sí mismos”, o protestarán que no hay forma de tener éxito en los tiempos modernos sin reafirmarse. Nuestro Señor derrumba toda la racionalidad de cada edad al recordarnos que no le llamemos Señor si rehusamos hacer lo que dice (Lc 6:46). Y dice, “Obedeced a vuestros pastores” (He 13:17; ve también Ro 13:1–7; 1 P 2:13–17). Dios toma nuestra desobediencia a las autoridades humanas personalmente.[1]
Al contrario, los atributos de Cristo de mansedumbre (dispuesto a estar gobernado), humildad, fe (confianza en su Padre) y templanza cuando manifestados en la vida de un creyente resultan en una sumisión semejante a Cristo a la autoridad. Aquí está el testimonio de Pedro de cómo Cristo sufrió a manos de las autoridades humanas. “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldi- ción; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 P 2:21–23).
Estos dos asuntos —estando sensible a las necesidades de otros y a la voluntad de nuestros señores— son la prueba determinante de la semejanza a Cristo. ¡Esto es la cristiandad madura! Es por eso que el Padre le dio la condenación máxima a su Hijo en Mateo 12:18 cuando dijo, “He aquí mi siervo, a quien he escogido; Mi Amado, en quien se agrada mi alma”.
Nuestro Señor llamó a su Hijo un siervo porque Él era sensible a las necesidades de otros. Fue conocido por su sacrificio. Se negó a sí mismo para mantenerse involucrado. Pero también era sensible a la voluntad de su Padre. Fue conocido por su sumisión. Se negó a sí mismo para cumplir con las normas. Que escuchemos la misma comendación cuando estemos delante de Él: “Bien, buen siervo [doulos] y fiel:… entra en el gozo de tu señor” (Mt 25:21).
Nosotros podemos escucharle decirnos aquellas palabras si hay “en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil 2:5). Llegaremos a ser anuncios vivos de la semejanza a Cristo, siervos verdaderos, cuando tengamos una mente renovada que escucha y hace la voluntad del Padre.
Este artículo es un extracto del Libro Transformados en su imagen, publicado por Editorial EBI.
[1] Es verdad que la autoridad humana puede propasarse de sus límites ordenados por Dios. No hemos sido llamados a obedecer la autoridad humana que exige que desafiemos uno de los mandamientos claros de Dios. Tampoco de- bemos obedecer las exigencias pecaminosas de alguna autoridad que usa dicha autoridad para abuso sexual o físico o violencia. En aquellos casos de uso de autoridad ilegal y no bíblico, debemos apelar a autoridades superiores que ejecutarán la ley (Ro 13:1-4).

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