(Sé que empezaré este artículo desde un lugar oscuro, pero te animo a seguir leyendo hasta el final).
Al reflexionar sobre mi vida y examinar mis actos, pensamientos, palabras, deseos, logros y fracasos, llego a una conclusión inevitable: ¡qué decepción! Cuanto más profundo es el autoanálisis, mayor es la frustración conmigo mismo. A veces, me pregunto, con una mirada honesta y quizás un tanto dura: ¿cómo es posible que sea una máquina de fracasos? A pesar de algunos avances y éxitos, ¿alguna vez llegaré a cumplir lo que se espera de mí? Y cuando observo a los demás, no puedo evitar llegar a la misma conclusión: todos, de alguna manera, somos decepcionantes.
Decepcionantes
El apóstol Pablo también se reconocía de esta manera. En 1 Timoteo 1:15 escribe: “Palabra fiel y digna de ser aceptada por todos: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero“. El mayor pecador que realmente conocemos es a nosotros mismos. ¿Cómo nos describe la Biblia? Aunque dice mucho sobre nosotros, hay verdades que rara vez se predican o se mencionan en artículos o blogs. El escritor de Hebreos, aunque enfocando su atención en el ministerio de Jesús, entre líneas revela una realidad dura sobre nosotros: somos débiles, ignorantes y extraviados (He. 4:14-16; 5:1-3). Si hacemos una evaluación rápida, podemos reafirmar que, en muchos sentidos, somos decepcionantes. Pablo, en su monólogo de Romanos 7, llega a describirse a sí mismo como “miserable” (Ro. 7:24-25). Personalmente, me sorprende cuán decepcionado puedo sentirme de mí mismo, y por supuesto, cuánto puedo decepcionar a los demás. Lo mismo ocurre con ellos hacia mí. Pero eso no es todo lo que la Biblia dice de nosotros…
AMADOS
Dios, en Su Palabra, también nos declara una verdad que brilla con más fuerza cuanto más comprendemos nuestra debilidad: somos profundamente amados. Y este amor no es cualquier tipo de amor; es tan profundo que nunca podríamos decepcionar a Dios. ¿Cómo es esto posible? Porque la decepción surge de expectativas no cumplidas, pero Dios nos ama con un conocimiento perfecto y completo. Él no se hizo expectativas irreales de nosotros. Él “nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo… en amor nos predestinó para adopción como hijos” (Ef. 1:4-5). Al decretar nuestra salvación desde antes de nuestra existencia, en un plano eterno, Dios ya conocía toda nuestra vida, incluso aquello que aún no hemos experimentado, y nada puede tomarlo por sorpresa ni decepcionarlo. Él nos conoce de manera total y, aun así, decidió amarnos.
Dios demostró este amor de manera concreta en entregar a Su hijo a favor nuestro, aun siendo nosotros pecadores (Ro. 5:8). Su amor no depende de que cumplamos con sus expectativas ni disminuye debido a nuestras fallas y pecados. En lugar de basarse en nuestras vidas, Su amor descansa en Su voluntad soberana. Como Él ya conoce todo, nuestras caídas no le agarran por sorpresa: aunque le desagraden, no le decepcionan. El plan de salvación fue definido antes de la fundación del mundo, no como una respuesta contingente, sino como un diseño divino perfecto. La elección de quienes serían salvos ocurrió también antes de la creación (Ef. 1.4-6), y Dios sabía exactamente lo que estaba eligiendo: lo peor del mundo (1 Co. 1.26-29). Si somos sinceros, ni siquiera nosotros nos habríamos elegido a nosotros mismos. Somos débiles, ignorantes, perdidos… lo peor de la humanidad… ¡pero increíblemente amados!
Esto, lejos de ser deprimente, revela el hermoso plan de Dios. No busco desalentarte, sino resaltar nuestra realidad para que brille más intensamente el amor que Dios ha derramado sobre tu vida. Dios nos eligió para transformarnos, haciéndonos santos, y para que Su gracia sea alabada (Ef. 1.4-6). Así que, no quiero angustiarte, sino que seas plenamente consciente de quién eres para que puedas entender con mayor profundidad cuánto te ama Dios.
A la luz de esto, ¿qué podrías hacer para no decepcionar a Dios? Nada. Él ya conoce perfectamente a quienes ha llamado. ¿Qué podrías hacer para que Dios te ame más? Absolutamente nada. Su amor no depende de lo que hacemos, sino de quien Él es, o sea que nos ama a pesar de nosotros. Entonces, saber que no podemos decepcionar a Dios, ¿nos da libertad para vivir de cualquier manera? ¡De ninguna manera! Más bien, nos lleva a una nueva realidad en Cristo: saber que somos aceptados por Dios, transformados para Su gloria, agradecidos por Su obra.
ACEPTADOS
Dios nos ha aceptado en Cristo y nos ha dado una esperanza segura de vivir eternamente con Él. Como lo expresa 1 Tesalonicenses 5:9-10, no hemos sido destinados para la ira, sino para obtener salvación a través de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros para que estemos siempre junto a Él. En Cristo, nos ha aceptado, y viviremos toda la eternidad a Su lado. Esta aceptación nos da paz, como declara Romanos 5:1-2 habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz con Dios y hemos obtenido entrada a Su gracia, donde permanecemos firmes. Esta seguridad de aceptación eterna nos alienta a vivir confiados en Sus promesas, sabiendo que, por estar en Cristo, nunca, nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios (Ro. 8.38-39): Su aceptación es eterna.
TRANSFORMADOS
Dios nos ha puesto en un proceso de santificación y transformación, y Él está comprometido con esa obra en nosotros. Como nos asegura Filipenses 1:6, quien comenzó la buena obra en nuestras vidas la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús. Este proceso implica dejar atrás el pecado, ya que, como Romanos 6.1-2 nos advierte, no podemos seguir viviendo en pecado si hemos muerto a él. Debemos considerarnos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo (Ro. 6:11). Además, nuestra obediencia es una evidencia de este proceso, tal como se refleja en Romanos 16:19, donde se nos llama a ser sabios para lo bueno e inocentes para lo malo. Dios es glorificado en este proceso de transformación de nuestras vidas (2 Co. 3:18; Jn. 15:8).
AGRADECIDOS
Nuestra respuesta a la obra de Dios debe estar marcada por un profundo agradecimiento. Como Romanos 12:1-2 nos enseña, al reconocer las misericordias de Dios, debemos presentar nuestras vidas como un sacrificio vivo, santo y agradable a Él. Este culto racional no surge de un intento de ganar la bendición de Dios, sino de la gratitud que brota al darnos cuenta de cuánto nos ama y que Su amor no depende de nosotros. No caminamos en obediencia principalmente para alcanzar la bendición, sino porque ya hemos sido alcanzados por la mayor bendición: la misericordia de Dios en Cristo Jesús. Este agradecimiento nos impulsa a vivir buscando agradarle, renovando nuestra mente para alinearnos con la voluntad de Dios.
Conclusión
Si no te reconoces decepcionante, no te conoces realmente. Ser consciente de tu estado natural es esencial para no perder de vista una verdad más profunda y real del amor de Dios. Además, te ayuda a entender que es normal decepcionar a otros, y que ellos también te decepcionen a ti. En esto, debes imitar a Dios, cubriendo con gracia las faltas de los demás. Cuando comprendes esta realidad, te rindes a la transformación que Dios quiere hacer en tu vida. Obedeces no por obligación, sino por agradecimiento, y descansas en el hecho de que tu Padre celestial te eligió para salvarte para siempre.
¡Qué revolución espiritual habrá cuando comprendamos verdaderamente lo que somos, quién es Dios, lo que Él hace por nosotros y lo que debemos hacer en respuesta! Al no poder sorprender a Dios, tampoco podemos decepcionarlo, aunque sí podemos ofenderlo.
Aunque te decepciones a ti mismo o incluso a todo el mundo, recuerda: a Dios no. No porque seas perfecto, sino porque Dios ya sabía lo que eras, eres y serás, y aun así decidió amarte. Y en ese amor, decidió transformarte. No te desanimes en medio de este proceso. El camino es largo, pero es parte de la obra que Dios está haciendo en ti. Aprende a soportar las decepciones de los demás, sabiendo que tú también eres decepcionante. No te sorprendas cuando otros te fallen; todos fallamos. Al reconocer esta verdad, el amor de Dios brilla aún más sobre nosotros y nos motiva a vivir con gratitud. Esa gratitud es la base de nuestra obediencia a Dios.
Así que, aunque te decepciones a ti mismo y a los demás, nunca apartes tu mirada de Dios. Él nunca se decepcionará de ti, porque su amor por ti es eterno, incluso conociéndote perfectamente.
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