“Me dijo otra vez Jehová: Ve, ama a una mujer amada de su compañero, 
aunque adúltera, como el amor de Jehová para con los hijos de Israel, 
los cuales miran a dioses ajenos, y aman tortas de pasas” 
(Oseas 3:1). 

Imagina a un esposo que le diga a su mujer: “Te amo con todo mi corazón. Eres lo más importante para mí. Eres la mujer más bella que conozco…”, pero que al mismo tiempo le dijera: “Tendrás mi fidelidad solamente el 90% del tiempo. Prometo serte fiel el 90% de mi vida, pero el 10% restante te seré infiel”. Suena absurdo, ¿cierto? Lo es, pero lo cierto es que la actitud del pueblo de Israel era aún más descarada que esta escena hipotética. La adoración en tiempos del profeta Oseas era adoración de labios hacia afuera, con ritos externos, pero con un corazón lejos de Dios. No obstante, y a pesar de la dureza de corazón y el adulterio espiritual de Israel, Dios prometió mantener su pacto perpetuo con esta nación, resaltando una vez más la gloriosa fidelidad de nuestro Dios. 

Un Dios siempre fiel 

El libro de Oseas se desarrolla en medio de la prosperidad que vivía el reino del norte en Israel. La abundancia de pertenencias materiales les hizo pensar que su relación con Dios marchaba bien; sin embargo, Dios deja al descubierto su realidad y les dice que no eran más que un pueblo adúltero que se prostituía con cualquier dios que les ofreciera una paga momentánea. A pesar de esta traición generalizada por parte de Israel, Dios decide recordarles que, aunque ellos fueran infieles él permanecería fiel a sus promesas (Os. 14:4). 

De manera impactante, Dios pide a su siervo Oseas que se case, ame y restaure a una mujer prostituta (1:2; 3:1). Todo esto lo hace Dios con el fin de ilustrar su relación con su pueblo traicionero. La profecía de Oseas magnifica la fidelidad de Dios hacia un pueblo infiel, pero también recuerda al lector del estado espiritual de toda alma antes de ser rescatada por Cristo (Ef. 2:1).

Lo vil y menospreciado

Hoy en día muchos piensan en su salvación de manera romántica. Es cierto que las Escrituras afirman que la Iglesia es la esposa de Cristo (5:25), y esto podría llevar a algunos a concluir que Dios ha fijado su atención en ellos tal como lo hace un hombre enamorado hacia su hermosa doncella. Sin embargo, este no es el panorama que presenta la Biblia, sino todo lo contrario. Por más crudo y chocante que suene, Dios no vio nada bueno en Israel ni en ti para elegirte (Dt. 7:7-9; 1 Co. 1:27-28). Como una prostituta que va tras sus amantes y que se resiste a estar en casa fiel a su marido, así es el hombre en su relación natural con Dios (Stg. 4:4). Cuando Dios ve a los seres humanos antes de estar en Cristo, solamente puede ver cadáveres espirituales (Col. 2:13; Ef 2:5), huesos secos que no tienen vida (Ez. 37) y que carecen de toda sensibilidad para las cosas de Dios (Zac. 7:12; Hch. 28:27; Ef. 4:18-19). Esta es la imagen de la primera cita entre Dios y el hombre: un rey celestial, hermoso y glorioso, se encuentra con seres que hieden ante la podredumbre de sus pecados.

Sin embargo, por su propio beneplácito y de una manera que no se puede explicar completamente, Dios decide poner su mirada de amor sobre algunos de estos cadáveres espirituales. No hay explicación en el universo que se pueda dar, más allá de que él soberanamente decide amarlos (Ef. 2:8). No vio nada hermoso en ellos. No vio nada que pudiera causarle agrado, sino que, por el contrario, como bestias salvajes huían de él. Pero él, en un acto de gracia soberana decide hacer un pacto con ellos y atraerlos hacia sí mismo (Jn. 6:44). Él remanga su manga, estira su brazo y de en medio de la suciedad los saca y los pone en su mano (10:28). Y allí, con la delicadeza más tierna, los limpia de sus maldades (Heb. 10:10) y les dice: “No te desampararé, ni te dejaré” (13:5).

Un amor sinigual

¿Qué se puede decir ante un amor y fidelidad tan incomparable? Los seres humanos naturalmente dan su amor y fidelidad hacia otros seres humanos que son recíprocos a sus afectos. Pero el amor de Dios es un amor fuera de este mundo. Es un amor que ama a quien no tiene nada para ofrecerle a cambio: es un amor de pura gracia. En Oseas 3:1 hay un contraste entre el amor de Dios y el amor adúltero de Israel. Mientras que el amor de Dios es noble, abnegado, generoso y protector, el amor de Israel era un amor maligno, egoísta, autoindulgente y enfocado en su propio placer.

Hoy en día, como parte de la esposa de Cristo, tu llamado es a vivir de una manera digna y fiel a tu Señor. Puede ser que en la iglesia haya personas que definitivamente no sean hijos de Dios. Sus vidas no han dado ningún fruto y simplemente se engañan a sí mismas esperando el día que escuchen: “Nunca os conocí; apartaos de mí” (Mt. 7:23). Al mismo tiempo, puede haber creyentes verdaderos que estén tambaleándose en su fe en este momento. Puede que estén viendo sus pies resbalar y quieren abandonar la fidelidad a su Dios. Posiblemente el pecado les está dando una fuerte embestida. Este puede ser tu caso hoy. ¿Te estás sintiendo tentado a traicionar a Dios? Te suplico que consideres a Cristo. Recuerda sus heridas en la cruz por tus pecados. Medita en cómo él te rescató de la vana manera de vivir que llevabas. No te distraigas, ¡Considera a Cristo! recuerda que él te ha amado de pura gracia y sería una locura traicionarle a aquel que permanece fiel.

Para reflexionar:

Reconoce lo que Dios ha hecho por ti. Reconoce que sin él no serías nadie y vivirías como muerto, sin esperanza alguna. Vive tu vida para él, adórale y ámale con todas tus fuerzas.


En ti confiaré

Este artículo es un extracto del libro En ti confiaré, meditando en la fidelidad de Dios en el Antiguo Testamento, publicado por Editorial EBI.


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