En estos últimos tiempos se ha hablado mucho (y se ha escrito mucho) acerca de cuáles serían los retos para el cristianismo en este momento del siglo XXI. ¿Qué necesita la Iglesia hoy? Algunos dicen que la Iglesia de Cristo necesita más preparación, estudios de mercado, técnicas exitosas; otros, en cambio, se inclinan por una vertiente más personal: cercanía, el dejar de lado las tradiciones para centrarse en la gente… Los hay quiénes abogan por programas novedosos, proyectos deslumbrantes, actividades llamativas… ¿Qué necesitamos si queremos crecer, avanzar y madurar? quisiera responder a esta pregunta con base en un texto del evangelio de Mateo, proponiendo que la Iglesia, por encima de todo, necesita una visión más clara de Cristo, una visión más clara del Rey Soberano.
Son muchos los pasajes a los que podríamos recurrir si de lo que se trata es de admirar la grandeza y la majestad de Cristo. Pero, de manera muy particular, en Mateo 17 se nos presenta una estampa tan nítida como sobrecogedora de la imponente supremacía de Cristo.
Jesús es soberano en persona (Mt. 17:1-8)
Jesús les está mostrando a sus discípulos una visión trascendental de su persona. Observamos a Elías y Moisés, al gran profeta y al gran legislador del pueblo de Israel, juntos en escena para rendir pleitesía al verdadero Rey. ¡Los discípulos debieron haberse quedado como piedras! Si no era suficiente con encontrarse a Moisés y a Elías, cuánto más a Jesús desplegando una majestad que ningún ser humano ha poseído jamás. Sin embargo, Pedro, como muchos de nosotros hoy, todavía no es consciente de quién es el Hombre que tiene delante, y coloca a Jesús al mismo nivel que a Moisés y Elías al ofrecerles a los tres un tratamiento similar. Pero, de una forma inesperada, ve interrumpida su propuesta por Dios mismo con un mensaje definitivo: Este es mi Hijo, a él oíd.
¡Cuidado con pensar que Jesús es uno más entre otras ilustres figuras! Solamente él permanece erguido delante de Dios. Todos los demás, incluidos Moisés y Elías, caen como muertos ante Su presencia. El que es superior a los ángeles es también el único que puede defender nuestra causa delante del Padre. Por eso, la Iglesia necesita conocer a Aquel que es soberano en persona, y no conformarse con menos.
Jesús es Soberano en palabra (Mt. 17: 9– 13)
En un sentido, los discípulos prefieren creer lo que los escribas enseñan porque las palabras de Jesús contienen implicaciones realmente peligrosas. Cristo les explica que Elías vino en la persona de Juan el Bautista y el pueblo lo rechazó. La cuestión es que el rechazo de Juan el Bautista por parte de las élites religiosas es también el rechazo del Mesías que anuncia Juan. Los escribas buscaban ganarse al pueblo y proponían un futuro más idílico. Deseaban la independencia política de Roma y, en cierto sentido, su visión cautivaba a los discípulos. No obstante, Jesús les ayuda a entender que su Palabra es superior a la de los hombres.
Normalmente las palabras de los hombres se caracterizan por ser sugerentes y atractivas. De otra manera, su discurso no sería muy aceptado. Pero la palabra de Cristo, esto es, el evangelio de Cristo no es superior porque sea más sugerente, ni más digerible: ¡es locura y piedra de tropiezo! Pero también poder y sabiduría de Dios (1 Co. 1:24). Por eso, la Iglesia necesita creer a Aquel que es soberano en palabra, y no en otras ideas por muy en boga que éstas se encuentren.
Cristo es soberano en poder (Mt. 17:14–21)
El pueblo espera la más mínima oportunidad para desacreditar a Jesús y a sus seguidores. Habían visto milagros y señales como nunca se habían experimentado en la historia, pero no querían creer. Y al ver que los discípulos no logran sanar a este joven se lanzan contra ellos, los critican y se burlan. Sin embargo, una vez más, Jesús muestra su poder y autoridad sobre lo físico (la enfermedad desaparece) y sobre lo espiritual (el dominio diabólico desaparece también).
Vivimos en una época en la que el cristianismo no es respetado ni respetable. Y, al mismo tiempo, las personas están dispuestas a creer en cualquier cosa por asombrosa que parezca. Muchos tienen fe en la fe: si repito esto o lo otro…, si consigo pensar así…, si hago funcionar esto en lugar de aquello… Lo interesante aquí es que no fue la fe del enfermo la que produce su sanidad, ¡ni siquiera la fe de los que pretenden sanarlo! Es Cristo mismo el que obra el milagro para mostrar su poder. En el momento en que nos alejamos de Jesús y nos conformamos a un sistema religioso, nuestra fe pierde su eficacia. Aún los discípulos mismos pierden su poder “delegado” porque su fe pierde de vista a Cristo. Por eso, la Iglesia necesita descansar en Aquel que es soberano en poder y no en sustitutos baratos.
En el momento en que nos alejamos de Jesús y nos conformamos a un sistema religioso, nuestra fe pierde su eficacia.
Jesús es Soberano en pensamiento (Mt. 17:22– 23)
Jesús insiste de nuevo en que debe ir a la cruz, pero sus discípulos creen tener mejores pensamientos y, esto no es novedad (Mt. 16: 21-22). No conciben que eso de sufrir y morir sea la mejor manera de llevar a cabo los propósitos de Dios. Ellos tienen sus propias expectativas en cuanto a qué debe hacer un rey y cómo ha de alcanzar sus objetivos. Quieren un rey victorioso, y no uno que sufre. Quieren a uno al que todos se rinden y veneran, y no uno al que todos denigran e insultan. Y ahora los vemos tristes, porque no están satisfechos con lo que Jesús les propone. Piensan que es un error. Pero el Maestro corta de raíz este razonamiento torcido, y reprende a Pedro: “…volviéndose Él, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres piedra de tropiezo; porque no estás pensando en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mt. 16:23).
El llamado en el Nuevo Testamento no consiste en que dejemos de pensar, ni en renegar de lo que experimentamos. Pero sí se nos exhorta a interpretar todas nuestras vivencias y ocurrencias a la luz de lo que Dios ha revelado en su Palabra. En palabras del apóstol Pablo, “…poniendo todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo” (2 Co. 10:5). Porque nadie mejor que él sabe lo que es mejor para nosotros en cada momento de nuestra vida. Por eso, la Iglesia necesita obedecer a Aquel que es soberano en pensamiento y dejar a un lado las inclinaciones o ideas de cada uno.
Jesús es Soberano en primacía (Mt. 17:24–27)
¡Pedro da por hecho que Jesús ha de pagar impuestos! De repente, aquel que ha puesto y permite la actuación de las autoridades es obligado a rendirles cuentas. En un sentido, la propuesta que encontramos pretende limitar a Jesús al mundo de las ideas, y alejarle de la realidad cotidiana. Sin embargo, la superioridad de Cristo se demuestra en que siendo el soberano Rey del universo participa del orden establecido. Cristo decide estar y ser parte de lo visible. Se hace hombre y se despoja de sus prerrogativas para ser el Salvador del mundo. El Rey se hace hombre para redimir a los hombres. Se hace pobre para enriquecer a los pobres. Muere para vencer a la muerte. Y, finalmente, resucita para dar vida a los que perecen en sus delitos y pecados. Pero lo hace voluntariamente.
Podríamos extraer algunas lecciones en cuanto a la responsabilidad individual: Sujeción a las autoridades, buen testimonio para con los que nos rodean y dependencia del Señor en cuanto a la obtención de los recursos… Pero, principalmente, en la provisión milagrosa nos encontramos de nuevo con el Señor y Dueño de todo. ¡Cuánta misericordia! ¡Cuánta gracia por parte de Cristo! El que es primero que nadie se hizo siervo de todos. Siendo sin pecado, por nosotros se hizo pecado, murió por los injustos, y volverá a rescatar a los suyos y juzgar al mundo. Nada lo retiene. Nadie lo contiene. Él está por encima de todas las cosas (Jn. 3:31). Por eso, la Iglesia necesita honrar a Aquel que es soberano en primacía y no doblegarse ante nadie más.
“…la Iglesia necesita honrar a Aquel que es soberano en primacía y no doblegarse ante nadie más.”
Aunque les llevó algún tiempo, los discípulos terminaron por entender la verdadera magnitud del Enviado del Cielo. Y sus dudas, finalmente, quedaron atrás. Tanto es así que su cuestionamiento inicial fue sustituido por una confianza total y absoluta. Esos que abandonaron a Jesús a su suerte en el jardín de Getsemaní, se mantuvieron firmes ante su propio sufrimiento. Los que dejaron hasta sus ropas por el camino, fueron revestidos con una perseverancia asombrosa. Quiénes rehuían el uso de la palabra sufrimiento, finalmente se gozaron por haber sido dignos de padecer por el nombre de Cristo.
Aun en medio de la incertidumbre y los retos a los que nos enfrentamos, no hay mejor camino, como Iglesia y como individuos, que aferrarnos a Jesús, ¡Él es el Rey Soberano!
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