Un teatro es un espacio, ya sea abierto o cerrado, en donde se exhibe un acto o una función delante de un público. Independientemente de que se use para hacer un comunicado, para tener un evento público o privado, o simplemente para entretener a la audiencia, el punto es que algo se exhibirá y habrá una audiencia —salvo en tiempos de Covid— prestando atención. Sucede lo mismo con el teatro de Dios.

Pero ¿qué es tal cosa como el teatro de Dios? ¿Es acaso un teatro famoso y renombrado en alguna ciudad importante? O ¿es el nombre de un grupo de teatro equivalente al famoso «Cirque du Soleil»? De ninguna manera. Hace varios cientos de años, el gran reformador y teólogo Juan Calvino dijo que el universo es el teatro de Dios, el lugar donde su gloria es hecha manifiesta. La primera vez que leí esto y medité al respecto, hizo explotar mi cabeza y, al mismo tiempo, me hizo temblar. Las implicaciones de esto son grandísimas, ya que fuimos creados «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef. 1:6; cp. Is. 43:7; Ef. 1:12, 14). Entender que el universo entero es el teatro de Dios hizo explotar mi cabeza porque, aunque crecí en una iglesia cristiana, la verdad es que no recuerdo haber aprendido que Dios nos creó para su gloria, para vivir para él. Nunca antes me había preguntado el motivo de mi existencia. La buena noticia de todo esto es que tenemos un propósito y una misión, y debemos vivir de acuerdo con ella. Al mismo tiempo, saber que estamos en el teatro de Dios me hizo temblar, ya que tenemos una enorme responsabilidad. Debemos ser —en un sentido, para seguir con el concepto que Calvino usó— «actores» dignos de él en su teatro, dedicando nuestra vida a hacer que la gloria de Dios brille en todo lo que digamos o hagamos.

El reto que tenemos por delante como cristianos es grande. No estamos en esta tierra al azar. Nuestro propósito no es tratar de sobrevivir y hacer lo mejor que podamos con lo que «la vida» nos brinde. Hemos sido «[creados] por medio de Él y para Él» (Col. 1:16). De hecho, todo es de él: «Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella» (Sal. 24:1). Todo en esta tierra debe dar gloria a Dios. Debe magnificar la gloria de su nombre. En Salmo 148, toda la creación es exhortada a dar gloria a Dios, sin excepción.

El reto que tenemos por delante como cristianos es grande. No estamos en esta tierra al azar. Nuestro propósito no es tratar de sobrevivir y hacer lo mejor que podamos con lo que «la vida» nos brinde. Hemos sido «[creados] por medio de Él y para Él» (Col. 1:16).

Como hijos de Dios no somos espectadores en ese teatro, sino que somos los «actores», junto con el resto de la creación. Por lo tanto, debemos «actuar» según el guion del director lo indique. Debemos someternos (Stg. 4:7). No estamos para improvisar, sino para seguir el guion, obedeciendo su Palabra (cp. 1 S. 15:22; Mt. 7:21; Jn. 14:15; 1 Jn. 2:3–6) y andando en las «buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas» (Ef. 2:10). Vale la pena aclarar que el hecho que seamos «actores» en su teatro no implica que el Señor no está en control. La Escritura es clara en afirmar que él es soberano y que cumple su voluntad:

Porque en Él fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todo ha sido creado por medio de Él y para Él. Y Él es antes de todas las cosas, y en Él todas las cosas permanecen (Col. 1:16–17).

Debemos, por tanto, reflejar la suprema gloria de Cristo en nuestras vidas, palabras, reacciones, decisiones, acciones y afectos. Debemos vivir de continuo para él, buscando agradarle en todo. La adoración y «la gloria debida a su nombre» (Sal. 29:2) por parte de sus hijos no es el simple hecho de cantar en un servicio dominical. Tiene que ver con todo en la vida. Es un estilo de vida. La adoración genuina brota de un corazón agradecido y humillado, reconociendo que la gloria pertenece solo a Dios y en consecuencia hace todo lo que hace en la vida para agradarlo a él solamente.

El propósito del teatro de Dios y, por lo tanto, el propósito de todo en la vida es el resplandor de la gloria de Dios. El objetivo es mostrar la grandeza de Cristo. Dios creó el universo como un teatro en el que su gloria fue mostrada, manifestada, exhibida y puesta en relieve. Por eso, tal como Pablo afirmó, debemos hacerlo todo «de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Col. 3:23). Por eso, huyamos de la constante tentación de querer agradar a los hombres y busquemos únicamente a Dios y su gloria.

En él tenemos propósito, puesto que nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. En amor nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia que gratuitamente ha impartido sobre nosotros en el Amado (Ef. 1:4-6).

¡Vaya propósito el que tenemos en el teatro de Dios! Hubo un plan para nosotros tanto antes de la creación como en la creación y hasta la eternidad. No somos un conjunto de átomos a la deriva producidos por generación espontánea ni por una explosión cósmica. Somos de él, creados por él, para él y su gloria. La gloria de su nombre es el propósito de la elección, el propósito de la santidad, el propósito de la predestinación y el propósito de la adopción. No es por nuestras obras, es por su voluntad y «para su beneplácito» (Fil. 2:13). En Cristo, solo en él, tenemos propósito, esperanza, dirección y valor. No seríamos nadie si él no nos hubiese escogido y no nos hubiese dado «vida a [nosotros], que [estábamos] muertos en [nuestros] delitos y pecados» (Ef. 2:5). Dios «nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a su misericordia» (Tit. 3:5). Somos de él, por los méritos de él y existimos para su gloria. ¡Esto debería ser el motor de nuestro evangelismo, de tal manera que haya más adoradores en espíritu y en verdad dándole gloria en cada uno de los rincones de su teatro!

Por lo tanto, cuando nos levantemos temprano en la mañana, y antes de ir a la cama en la noche, y durante todo el día, contemplemos maravillados a Cristo. Adorémosle sin reservas. Vivamos para él, «[siendo] llenos del Espíritu, hablando entre [nosotros] con salmos, himnos y cantos espirituales, cantando y alabando con [nuestro] corazón al Señor» (Ef. 5:18–19), y haciendo todo para que él sea muy exaltado.


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