Calles manchadas con sangre, llantos y lamentos se escuchan dentro de algunas viviendas. Silencio en el exterior y una tumba sellada que de forma soberbia anunciaba que un día antes, la muerte venció al Hijo de Dios. A ese Jesús que días antes recibían con cantos de hosannas, ¡bendito el que viene en nombre del Señor! (Mt. 21:9), ese mismo Jesús por el cual clamaron muerte (Mt. 27:22-25), padeció el día viernes.

La muerte había vencido. ¿Qué habrán pensado todos aquellos que estaban al pendiente de lo que Jesús hacía para culparlo? ¿Qué pasaría con aquellos que se burlaron de Él por la declaración que habría hecho días antes acerca de reedificar el templo?:

“Y diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, Sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz. De esta manera también los principales sacerdotes, Escarneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancianos, decían: A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, Descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; Porque ha dicho: Soy Hijo de Dios” (Mt. 27:40-43, RV60).

Al ver que aquél que se presentó como Hijo de Dios no bajó de la cruz, Elías no vino como ellos pensaban y ninguno de sus apóstoles estuvo a su lado en ese momento; probablemente pensaron: ¡Claro, era un impostor! Porque, después de la tortura, su muerte en la cruz y todo el caos que hubo en la tierra y el templo, aquel Jesús seguía muerto.

Sin duda, el día después de la muerte de Cristo, hay un silencio que se siente en el alma. El día siguiente a la cruz, el día que nuestro Señor Jesucristo estuvo muerto, necesitamos recordar cuando Él dijo:

“Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre” (Jn. 16:16, RV60).

Y pasó, no le vieron más. Ese día llegó, todos los que habían prometido estar con Él hasta el final y no estuvieron, despertaron (si acaso durmieron) el sábado con la certeza de que Jesús había muerto, que todo eso que parecía ser una pesadilla que no se cumpliría jamás, en realidad había sucedido.

¿Habrán tenido culpas? ¿Se habrán arrepentido de no estar a su lado? ¿Algún remordimiento vendría a su vida? ¿Por qué no dije tal cosa? ¿Por qué no guardé silencio cuando Él hablaba? ¿Por qué no le creí cuando me exhortó? ¿Perdí el tiempo a su lado? ¿Por qué no huimos juntos? ¡Hubiera orado más! ¿Por qué lo dejé solo en su lecho de muerte? ¿Por qué? ¿Por qué?

Tal vez ese sábado fue un día en el que muchas preguntas flotaban en el aire, un sentimiento de soledad y miedo por no tenerle más inundaba en uno que otro discípulo. ¿Habrán olvidado que regresaría? Porque si lo vemos fríamente, después de ver sus milagros y prodigios podrían haber esperado que se levantara de los muertos inmediatamente para mostrar a todos que decía la verdad. Pero, ¿y si no era quien decía ser? El sábado después de la cruz, un día sombrío, silencioso, un día de luto.

Pero quienes sí recordaban su promesa de resurrección, eran los principales sacerdotes y fariseos, y necesitaban estar seguros de que el cuerpo de Jesús, aquél engañador, como ellos le decían, seguía en la tumba.

“y le dijeron: «Señor, nos acordamos que cuando aquel engañador aún vivía, dijo: “Después de tres días resucitaré”. Por eso, ordene usted que el sepulcro quede asegurado hasta el tercer día, no sea que vengan Sus discípulos, se lo roben, y digan al pueblo: “Él ha resucitado de entre los muertos”; y el último engaño será peor que el primero»” (Mt. 27:62-67, NBLA).

Pilato accedió a su petición y mandaron poner un guardia a la entrada del sepulcro para constatar que seguía el cuerpo ahí, sin vida. La guardia que nadie podría quitar ni burlar en caso de que alguien quisiera sacar el cuerpo sin vida, de Cristo (Mt. 27:65).

El día después de la cruz, el día del silencio. Son esos silencios los que nos recuerdan que Dios en ocasiones hace silencio también, no obstante, esos silencios de parte de Él no nos gustan, preferimos los momentos estruendosos en la barca, nos apasiona saber que con su voz calma tormentas, expulsa demonios, sana enfermos, llama a sus discípulos a seguirle, exhorta, reprende, extiende gracia y misericordia… Nos encanta verlo en acción, no guardando silencio porque pareciera que no está presente.

Pero ese día del silencio nos recuerda que, en nuestra vida, no siempre su voz será un estruendo; pero no siempre permanecerá en silencio tampoco, solo tenemos que esperar, recordar con fe, con esperanza de que su Palabra es fiel, que permanece para siempre y que nunca jamás ha faltado a alguna de sus promesas. Él dijo que resucitaría, solo necesitaban recordarlo y confiar.

Tal vez hoy sea un día en el que te sientas así, parte de un día silencioso, un día que está lleno de culpas y resentimientos, un día que es diferente a los días gloriosos con Jesús, un día después del que han muerto sueños, esperanzas y hasta la fe. Pero recuerda:

“Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre” (Jn. 16:16, RV60)

Todavía un poco, Él prometió regresar. La vida, muerte y resurrección de Jesús siempre trae esperanza, fe; y lo más glorioso: ¡una vida nueva! Prepárate porque sin duda lo verás volver, llegará el día en que sabrás que todo lo que dijo se cumplió, gózate desde ahora porque ¡Él venció!

No olvides que después de cada sábado silencioso, viene un domingo de Gloria, confía en tu Señor, Él volverá.


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