La Biblia nos dice claramente que la muerte de Cristo fue un sacrificio expiatorio y que el beneficio de ese sacrificio consistió en la eliminación o expiación de la culpa del pecado. Haciendo uso de la naturaleza típica del Cordero de Pascua, Pablo escribe, “…nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada…” (1 Co. 5:7). Aludiendo al sistema sacrificial del Antiguo Testamento, el apóstol también dice, “Cristo… se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef. 5:2). El autor de Hebreos expresa la finalidad de la ofrenda de Cristo diciendo, “…pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez [hapax] para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (He. 9:26; “quitar” es la traducción de atheteo, que significa anular, nulificar, declarar inválido). Isaías expresa la muerte expiatoria del Siervo Sufriente refiriéndose a la ofrenda por la culpa o transgresión (Is. 53:10; ver también “cordero de Dios” en Jn. 1:29; también Ap. 5:6).

El sacrificio presupone una culpa

La culpa implica un castigo obligatorio. El casti­go por ofender a Dios es la muerte —el derramamiento de sangre, la entrega de la vida en lugar de la culpa mortal. El pecado creó un impedimento moral por el cual el pecador no puede “vivir” temporal, espiritual ni eternamente. Lo contrario es la muerte en las mismas dimensiones. Por tanto, una vida moralmente perfecta, libre de pecado debía morir para que el hombre pudiese realmente vivir. En la Biblia el derramamiento de sangre hace re­ferencia fundamentalmente a la muerte. Sin embargo, no se trata sencillamente del hecho de morir o de abandonar el principio vivificador. Una muerte sacrificial es la extracción, la entrega de una vida. En un sacrificio, la “sangre” es el equivalente al final violento de una vida, final que posee un valor moral expiatorio delante de Dios.

Por ejemplo, cuando Israel apostató durante el incidente del becerro de oro, Moisés le pidió a Dios que rayera su vida en expiación por el pecado del pueblo. Sus palabras al pueblo fueron, “Vosotros habéis cometido un gran pecado, y yo ahora voy a subir al Señor, quizá pueda hacer expiación por vuestro pecado” (NVI). Y luego su oración a Dios fue “Te ruego… que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito. (Éx. 32:30, 32). El “libro” que menciona Moisés es el libro de los vivientes (ver Sal. 69:28; Is. 4:3; Dn. 12:1). Ser raído del libro era lo mismo que encontrar la muerte. Moisés estaba entregando su propia sangre, estaba dispuesto a morir, para expiar los pecados de Israel; él se interpuso en la totalidad de su personalidad humana entre el pueblo y Dios (Sal. 106:23). De la misma manera, Finees, el hijo de Aarón, puso fin a dos vidas en expiación por el pecado del pueblo durante el episodio de Balaam (Nm. 25:13).

La ley de Moisés ordenaba la pena capital para los que cometían un asesinato. La razón era que, “…[La] sangre [amancilla] la tierra, y la tierra no será expiada de la sangre que fue derramada en ella, sino por la sangre del que la derramó” (Nm. 35:33). En otras palabras, la vida del hombre ejecutado era el único castigo justo que pagaba por la vida del hombre asesinado. En 2 Samuel 21:13 la ejecución de los siete hijos de Saúl vengó las injustas muertes de los gabaonitas a los cuales Dios les había otorgado asilo permanente en la nación casi seiscientos años antes (Jos. 9:20).

Para que un pecador culpable pueda estar delante de un Dios santo, debe haber una muerte sacrificial como paga del pecado. Pero esa muerte debe tener dos elementos para que sea eficaz, y así, pueda expiar la culpa: el pago y el mérito. El sacrificio sustitutivo de Cristo consistió en la entrega de una vida infinitamente meritoria. La muerte es el aspecto punitivo o de pago; la vida que se entrega de esa manera constituye el aspecto meritorio.

Esto puede verse en el mandato del Antiguo Testamento que dice, “el alma que pecare, esa morirá” (Ez. 18:4, 20). Este mandato se basa en el principio moral de que “Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado” (Dt. 24:16). La culpa moral es algo personal, y el individuo que peca contra Dios debe perder su propia vida como pago del pecado en el que ha incurrido. El autor del libro de Hebreos lo dice así, “…sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (He. 9:22).

El sacrificio debe comprenderse a la luz de los sacrificios del Antiguo Testamento

Los sacrificios del Antiguo Testamento fueron realmente diseñados según el sacrificio de Cristo que acontecería en el futuro; eran “figuras de las cosas celestiales” (He. 9:23). Como ese es el caso, es necesario examinar las ordenanzas levíticas del Antiguo Testamento para comprender la expiación de Cristo en lo concerniente a la expiación sacrificial.

El fundamento teológico del sistema sacrificial del Antiguo Testamento se da en Levítico 17:11 —“Porque la vida [nephesh] de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona”. El nephesh de un animal era su fuente de vida, el principio impulsor o vivificador, y Dios había “dado” (nathan, nombrar, establecer) esta disposición para aproximarse a él. El animal era incapaz de tener responsabilidad, personalidad o libertad; actuaba por instinto o por la necesidad de la naturaleza. Desde el punto de vista moral la víctima sacrificial no tenía pecados o culpas y se convertía en el vehículo de perdón de los pecados del que ofrecía el sacrificio. La expiación era “por motivo del” (preposición beth) nephesh, que era la vida inocente que era llevada a la muerte, y sobre esa base Dios otorgaba la expiación de los pecados de la gente.

Esto no significaba que la sangre animal en sí misma (sus componentes químicos) asegurara la expiación; sino que se trataba de la sangre “haciendo expiación de la persona”. Pero no había expiación hasta que se ofrecía la sangre del animal, por tanto el sacrificio no era sencillamente una exteriorización simbólica o pantomima teológica.

Los sacrificios animales del Antiguo Testamento tenían un significado triple. Las ofrendas eran típicas; apuntaban hacia el sacrificio perfecto del Cordero de Dios. Eran teocráticas; otorgaban perdón civil y restauraban el prestigio de la persona en la comunidad teocrática. Y parece cierto que los sacrificios también eran morales; si se ofrecían con verdadera fe en Dios y en su revelación, ellos eliminaban la culpa moral real. En numerosas ocasiones la ley le prometía al que ofrecía que “le hará el sacerdote expiación de su pecado que habrá cometido, y será perdonado” (Lv. 4:35).

Las ofrendas cumplían un doble propósito.[1] El propósito revelado de Dios en estos sacrificios animales era asegurar la expiación y el perdón, así como obtener restauración conforme a la norma del pacto (Lv. 4:26, 31, 35; Sal. 51:9; Is. 38:17; Mi. 7:19). El propósito oculto del sistema sacrificial era su esperanza en la futura consumación del sacrificio perfecto de Cristo. Los creyentes del Antiguo Testamento morían en fe pero, “no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (He. 11:39-40). Esto no significa sin embargo que el creyente del Antiguo Testamento no obtuviese perdón; sí obtenía un perdón verdadero por sus pecados, o dicho de mejor manera, una expiación práctica de sus pecados. Cada día de su vida, tras estar en el altar, podía decir, “Cuanto está lejos el oriente del occidente, Hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Sal. 103:12).

En estos sacrificios animales el pecado objetivo necesitaba un sacrificio objetivo para que no existiera ni la más mínima noción en la mente de Dios de que había una finalidad ética en esta transacción. Él perdonaba a los pecadores “a crédito” validando los sacrificios animales sobre la base del sacrificio venidero de Cristo, el Cordero “destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 P. 1:20) para llevar nuestros pecados. Dios, en su paciencia, “pasó por alto” los pecados de los creyentes del Antiguo Testamento (Ro. 3:25) habiendo predestinado la eliminación final que vendría con el sacrificio expiatorio infinito de Cristo. Este sacrificio también trajo “remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto” (He. 9:15).

El autor de Hebreos explica cuidadosamente que la expiación de Jesucristo ha cumplido y reemplazado el sistema sacrificial que había funcionado durante milenios. No existe sacerdocio o vía de acercamiento hacia Dios que no sea la del “…camino nuevo y vivo que él [Cristo] nos abrió a través del velo, esto es, de su carne” (He. 10:20). Su sacrificio fue final e infinito: “…pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (He. 9:26). Su expiación también es eternamente permanente: Él “[ofreció] una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados”. La frase “para siempre” es la traducción de “eis to dienekes”, y su significado implica perpetuamente o continuamente. 


[1] Ver Hobart E. Freeman, “The Problem of the Efficacy of Old Testament Sacrifices,” GJ 4 (invierno 1963): 21-28.


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