La resurrección de Jesucristo de entre los muertos es la demostración más colosal del poder de Dios en todos los tiempos. En el Antiguo Testamento Dios ponía como ejemplo el éxodo de Egipto y los milagros que lo rodearon como la más grande exhibición de su poder hacia la nación de Israel. Constantemente les recordaba haberlos redimido del cautiverio de los egipcios, y haberlos sacado de una situación de esclavitud con mano poderosa, y expresiones similares. Pero todo eso quedó eclipsado ante la resurrección de Cristo; de esa manera el deseo del corazón de Pablo era conocer a Cristo y el poder de su resurrección (Fil. 3:10), y no el poder del Éxodo, ni el cruce del Jordán, ni el largo día de Josué, ni el retroceso de la sombra en el reloj de Ezequías, ni ningún otro empleo de la omnipotencia de Dios en el Antiguo Testamento.

Pablo parece declarar el mismo principio en Efesios 1:19-20. Como parte de su oración por los creyentes de Éfeso, Pablo deseaba que los ojos de su entendimiento fuesen alumbrados para que conocieran, entre otras cosas, “la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos” (Ef. 1:18-19). Él elige demostrar esta fuerza que, “operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales” (v. 20). Esto le dio al Hijo de Dios un nombre que es sobre todo nombre, autoridad total sobre cada faceta del universo y una posterior sumisión de todas las cosas bajo sus pies. En esa capacidad gloriosa e inalterable como “cabeza sobre todas las cosas”, Dios lo dio a la iglesia para que fuese su cabeza (Ef. 1:22). Claramente, esto también dice algo muy positivo acerca de la posición de la iglesia en el programa de Dios para esta dispensación. Pero, repetimos, es la resurrección de Cristo la que constituye el paradigma del apóstol como la demostración más grande del infinito poder de Dios.

Un cuerpo tangible

Jesucristo no tuvo una resurrección espiritual, sea cual fuere el significado de esto, como postulan algunos. Aquellos que niegan la resurrección corporal han tenido que explicar el evidente hecho de que Cristo vive hoy y que continúa viviendo dos mil años después de su muerte. Ellos por lo general recurren a decir que él no había muerto realmente, o que su resurrección solamente constituyó un recuerdo de él que perduraba en la mente de sus discípulos, o que su enseñanza va más allá de su vida terrenal y que él disfruta de una suerte de renacimiento en la influencia continua de su ética, y cosas parecidas. Pero niegan y evitan rigurosamente cualquier idea de una resurrección física y corporal de Cristo de entre los muertos.

Las Escrituras muestran de forma indisputablemente clara que la resurrección de Jesús de entre los muertos fue corporal. Sólo un motivo ajeno al testimonio de la Biblia lo vería de forma diferente. Fue algo que tuvo lugar en la secuencia tiempo-espacio-masa de lo que pudiera llamarse realismo ingenuo —ese mundo real en el que todos vivimos de forma consciente, incluyendo a los críticos incrédulos. Bastarían algunos pocos textos y acontecimientos bíblicos para mostrar que Jesús se levantó de entre los muertos en forma corpórea, con el mismo cuerpo con el que murió.

En primer lugar, Jesús fue tomado de la cruz y sepultado en la tumba de un huerto (Jn. 19:38-42) que estaba custodiada por soldados que impedían que nadie sacara su cuerpo o tuviese acceso a él (Mt. 27:62-66). Esa misma tumba quedó vacía, sin ocupante, a pesar de los soldados (Mt. 28:11-15), y Jesús apareció físicamente vivo ante muchos testigos (Hch. 1:3; 1 Co. 15:4-7).

Tomás, el discípulo, tenía muchas dudas acerca de la resurrección corporal de su Señor, y Jesús le concedió la oportunidad única de una evidencia empírica. Le dijo a Tomás, “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente” (Jn. 20:27). Tomás se convenció así de que el mismo cuerpo que había ido a la tumba había salido de ella milagrosamente, y se convenció aun más de que ésta era una prueba indisputable de que Jesús era su Señor y Dios en la carne (Jn. 20:28). Usando una ligera reprensión dirigida no solo a Tomás, sino a todos los que anhelaban una metodología apologética corroborativa, Jesús dijo, “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Jn. 20:29).

No solamente muchos individuos vieron, escucharon e incluso tocaron el cuerpo glorificado del Señor, sino que él mismo demostró algunas características peculiares de su cuerpo resucitado. En una ocasión, el Señor preparó un desayuno para sus discípulos pescadores, y aunque el texto no es explícito, no resulta irrazonable pensar que él también comió del desayuno con ellos (Jn. 21:12-13). Tras sobresaltar a sus discípulos con su súbita aparición, Jesús les pidió algo de comer y ellos le dieron parte de un pescado asado. El texto dice que, “él lo tomó, y comió delante de ellos” (Lc. 24:43). Más tarde, en casa de Cornelio, Pedro dijo que Dios les había concedido que Cristo “se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos” (Hch. 10:40-41). Estos incidentes argumentan de forma conclusiva a favor de la realidad de algún tipo de cuerpo físico o material tras la resurrección.

Los relatos post-resurrección de las apariciones de Cristo dan a entender que el glorioso cuerpo del Señor poseía otras propiedades maravillosas. Al parecer él podía desaparecerse de repente de la vista de sus espectadores (Lc. 24:31). Del mismo modo, todo indica que él podía aparecer virtualmente de la nada, tal y como sucedió durante una reunión de los discípulos donde él “se puso en medio de ellos” y se atemorizaron (Lc. 24:36-37). En otra ocasión, cuando ellos tenían las puertas cerradas por miedo a los judíos, Jesús hizo lo mismo (Jn. 20:19). Aunque el texto no dice explícitamente que él atravesó las paredes o que desapareció instantáneamente, las implicaciones están ahí. Al parecer, el cuerpo espiritual resucitado posee ciertos poderes que trascienden las limitaciones tiempo-espacio-masa.

En la misma escena, cuando Jesús apareció súbitamente ante sus sobresaltados discípulos, ellos pensaron estar viendo un espíritu o fantasma de algún tipo. Pero él de nuevo les aseguró que era él, la misma persona que fue a la tumba y que había salido de ella vivo: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lc. 24:39). Él demostró la completa unidad de su personalidad a través de su resurrección corporal.

Se dice que la resurrección de Cristo fue las “primicias de los que durmieron” (1 Co. 15:20; ver v. 23). Esta es una expresión de la ley del Antiguo Testamento, en la que los primeros frutos del grano maduro eran dedicados a Dios en acción de gracias por sus bendiciones, y por una cosecha completa y anticipada. Las primicias eran un símbolo o un indicativo de la plenitud total de la cosecha siguiente (Éx. 22:29; 23:19; 34:26; Dt. 18:4). De la misma manera, la resurrección de Jesucristo era el símbolo de una cosecha de resurrección completa. Según Pablo, esto incluía la resurrección de todas las personas, salvos o incrédulos por igual: “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Co. 15:21-22; ver. Jn. 5:28-29). El apóstol entonces prosigue a describir los varios acontecimientos de resurrección en su orden o rango de ocurrencia, comenzando por el mismo Cristo y terminando con la resurrección final de los incrédulos durante el juicio ante el Gran Trono Blanco (1 Co. 15:23-24).

También se dice que Cristo fue “el primero de la resurrección de los muertos” (Hch. 26:23, RVR60, Biblia del Jubileo (BDJ), et al. La NVI presenta una frase con un orden de palabras diferente). ¿En qué sentido su resurrección fue primera (protos)? La palabra transmite la idea de algo que sucedió primero cronológicamente, o primero en el sentido de la prominencia o preeminencia. Estas no son ideas mutuamente exclusivas, y pueden existir elementos de ambas en el testimonio de Pablo ante Festo en este contexto. Debido a que él es el Dios-hombre, y debido a todo lo que su resurrección significa en la expiación de los pecados, su resurrección fue la preeminente. En otro sentido, su resurrección fue la primera resurrección cronológica hacia un cuerpo glorificado, él fue el primero en levantarse de entre los muertos en triunfo total sobre el enemigo, la muerte, para nunca volver a morir. Las resurrecciones previas a la suya no fueron finales (1 R. 17:17-24; 2 R. 4:32-35; Lc. 7:12-15; 8:41-42, 49-56; Jn. 11:41-44); pues ésos que fueron resucitados tuvieron que morir una vez más. Pero para Cristo no fue así.

Solamente alterando la evidencia bíblica, impugnando el testimonio de numerosos testigos oculares y negando la inspiración verbal divina de las Escrituras, podría negarse la resurrección corpórea de Jesús de Nazaret. Pero aquellos que cometen ese error histórico, bíblico y teológico se inhabilitan a sí mismos para comentar en lo absoluto acerca del milagro más grande de todos los tiempos.


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