Muchas personas, al escuchar el término apologética, piensan que se trata de discutir con los incrédulos sobre la verdad. A las personas que les agrada discutir, les parece emocionante. Pero a la mayoría de los cristianos no les atrae para nada la idea de tener que discutir con los incrédulos sobre la verdad de la fe cristiana. A continuación tres claves para evitar iniciar un pleito cuando debes iniciar una discusión apologética.

La apologética no significa empezar un pleito

La apologética no tiene que ver con discutir con las personas de forma contenciosa, sino con intentar persuadirlas. Las buenas nuevas de Jesús nunca se propagaron a través de riñas sino a través de la persuasión. La persuasión puede definirse como el arte de hablarles a las personas que son indiferentes o resistentes a lo que tenemos que de­cirles, y de acercarlos a nuestra postura. Retornando a 1 Pedro 3:15-16, observamos varios principios que tienen que ver con la persuasión en la apologética.

La apologética nada tiene que ver con sostener discusiones arrogantes con los incrédulos. No estamos intentando demostrar que están errados, ni estamos intentando humillarlos, ni hacernos sentir más inteligentes. En lugar de ello, nuestra meta es presentar una defensa razonable de las verdades de la fe cristiana. Como ha dicho Kevin DeYoung, “No queremos que la gente piense que siempre tenemos la razón, sino que sepa que la Biblia nunca se equivoca”. Debemos mostrar que el cristianismo se basa en verdades racionales y bíblicas que no se contra­dicen, así como en acontecimientos históricos verificables. Al hacerlo, buscamos continuar con la conversación hasta que podamos centrarnos en Jesús. 

Necesitamos también saber diferenciar entre dar argumentos y discutir. Dar argumentos es una parte natural de la vida, pues esto sencillamente denota la manera en la que tratamos de presentar nuestras ideas de manera lógica. Por otra parte, discutir tiene que ver con la actitud de estar en contra de determinadas ideas por placer o porque nos gusta el conflicto; es el equivalente de ser contenciosos o conflictivos. Como bromeó G. K. Chesterton, “Una riña puede poner fin a un buen argumento. La mayor parte de las personas hoy en día riñen porque no saben dar argumentos”. 

Debido a que la apologética involucra las concesiones mutuas de la conversación, la exposición de nuestras razones es un método natural de persuasión. Así como Pablo argumentaba y razonaba con quienes compartía el evangelio (Hch. 19:8-9; 25:8), a la hora de nosotros tratar de persuadir a la gente acerca del evangelio, debemos argumentar la verdad del cristianismo, aunque con dulzura y respeto. 

No es nuestra responsabilidad convencer a nadie

En segundo lugar, no es nuestra responsabilidad convencer a nadie de la verdad del evangelio, sino sencillamente presentarlo de forma convincente. Como dice Greg Bahnsen: 

“Podemos ofrecerle al incrédulo razones sólidas, pero subje­tivamente no podemos hacerle creer en esas razones. Podemos refutar los débiles argumentos del incrédulo, pero aun así no llegar a persuadirlo. Podemos cerrar la boca del detractor, pero solo Dios puede abrir su corazón. Solo Dios puede regenerar un corazón muerto y darle vista al ciego. Es por ello que el apologista no debe evaluar su éxito o ajustar su mensaje a base de que si el incrédulo concuerda con él o no”.

Esta es una de las verdades que alivian nuestro temor a la hora de testificar. Aunque deseemos ser lo más persuasivos que podamos, es el Espíritu Santo quien al final convence al incrédulo de su pecado y de su necesidad de salvación. 

Las Escrituras son la base de nuesta apologética

En tercer lugar, la misma autoridad que sirve como base de nuestra teología (las Escrituras), sirve como base también a nuestra apologética. Aunque el incrédulo con el que esté hablando no crea que la Biblia sea verdad, debo basar mi apologética en la Palabra de Dios, que es viva y poderosa, si deseo ser lo más persuasivo posible (He. 4:12). No podemos atrevernos a renunciar a la base de todos nuestros argumentos. Esto no significa que solo citemos las Escrituras para responder los argumentos contra la fe cristiana. Más bien, además de citar las Escrituras, debemos también presentar nuestros argumentos como el lado práctico y constan­te de nuestra fe en la cosmovisión cristiana que la Biblia enseña. Después de todo, si la persona creyese en la Biblia, no estaríamos sosteniendo con ella una conversación apologética.  Deseamos presentar argumentos sólidos, pero de forma apropiada. 

Conclusión 

Cuando hablamos del poder de la apologética no estamos hablando de nuestro propio poder persuasivo, sino del poder de Dios en la Persona del Espíritu Santo. Aunque no confiemos en nuestra propia capacidad para convencer a los incrédulos de la verdad, debemos confiar plenamente en la capacidad que Dios tiene para usarnos a la hora de persuadir a otros sobre la verdad del evangelio. 

Otra verdad que nos hará confiar más en la apologética es la enseñanza bíblica acerca de la naturaleza de la incredulidad. Cuando comprendamos lo que la Biblia dice sobre los incrédulos, podremos aproximarnos a las personas, llevándoles el evangelio, y podremos responder de forma más eficaz sus objeciones contra la fe cristiana.


Este artículo es un extracto de el libro Cada Creyente Confiado, publicado por Editorial EBI.

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