Queriendo algo demasiado

La mayoría de nosotros piensa de la idolatría en términos de estatuillas de piedra fuera de nosotros mismos. Pero la idolatría en sus muchas formas en realidad empieza en nues­tros propios corazones. Por ejemplo, una forma de idolatría tiene lugar cuando codiciamos o queremos algo tan urgentemente que estamos dispuestos a sacrificar nuestros principios en cuanto al bien y al mal para poseerlo. La Biblia frecuentemente usa la palabra deseo co­dicia para hablar de un deseo que es muy fuerte. No se refiere solamente a un deseo sexual, que es como nuestra cultura típicamente usa la palabra. Tener lujuria o codicia de algo —cualquier cosa que eso pudiera ser— por lo general significa que queremos algo más de lo que deberíamos, al punto en que estamos dispuestos a pecar para poder obtenerlo.

Rebeca y Jacob como Caso de Estudio en Idolatría del Corazón

Por ejemplo, en el libro de Génesis leemos la experiencia de Rebeca y su hijo, Jacob, quienes deseaban algo demasiado. En este caso, idolatraban algo bueno (la bendición de Dios) y estuvieron dispuestos a hacer algo que ellos sabían que no deberían hacer, en un esfuerzo por obtenerlo. Codiciaron algo que Dios ya les había prometido que tendrían, pero no estuvieron dispuestos a esperar el tiempo de Dios. Su deseo por el primer lugar en la familia los motivó a engañar a Isaac para lograr su fin. La bendición prometida de la primogenitura se había convertido en su ídolo. Consecuentemente, Rebeca sacrificó su relación marital con Isaac, y Jacob su relación con su padre (Isaac) y su hermano (Esaú). La primogenitura era lo que idolatraban, y el poder y posición que eso aseguraba en la familia fue lo que les motivó a pecar.

Los cristianos frecuentemente caen en este tipo de idolatría. Tal vez quieran algo bue­no, como un cónyuge consagrado. Se imaginan lo maravillosa que sería la vida si Dios simplemente se apurara y trajera a su lado al Sr. o a la Srta. “Correcto”. A menudo sucede que el buen deseo de un cónyuge consagrado se puede volver un ídolo que lleva a la per­sona a hacer acomodos en cuanto a la moral o a salir con alguien que no es creyente. En este caso, el deseo de un cónyuge es un ídolo, y la seguridad y amor que un cónyuge parece prometer serviría como motivación para perseguir ese ídolo.

La idolatría sucede cuando le investimos a alguna cosa —cualquier cosa— el poder de darnos paz y gozo, de darnos lo que deberíamos buscar sólo de Dios. Por ejemplo, Sara neciamente pensaba que experimentaría felicidad si todos aprobaban cómo ella se veía y su madre dejaba de hostigarla en cuanto a su peso. La adoración y confianza en un ídolo había reemplazado su adoración y confianza en Dios. Como Sara, nosotros también con demasiada facilidad acabamos persiguiendo algo que pensamos que nos deleitará y nos dará satisfacción; algo que se vuelve para nosotros más importante que Dios. Acabamos llegando a ser como el artesano del que habla Isaías, que fabrica un ídolo de madera y luego le concede el poder de satisfacerlo… todo para nada:

Los formadores de imágenes de talla, todos ellos son vanidad, y lo más precioso de ellos para nada es útil; y ellos mismos son testigos para su confusión, de que los ídolos no ven ni entienden…. No discurre para consigo, no tiene sentido ni entendimiento para decir: Parte de esto quemé en el fuego, y sobre sus brasas cocí pan, asé carne, y la comí. ¿Haré del resto de él una abominación? ¿Me postraré delante de un tronco de árbol? De ceniza se alimenta; su corazón engañado le desvía, para que no libre su alma, ni diga: ¿No es pura mentira lo que tengo en mi mano derecha? (Is. 44:9, 19-20).

En su esencia, toda idolatría es engaño, ilusión engañosa. Es creer en la mentira de que algo aparte del plan perfecto de Dios para nuestras vidas nos dará satisfacción. Es la ilusión engañosa de que podemos investirle a alguna cosa creada (sea tangible o imaginaria) con suficiente poder para darnos vida verdadera. Por supuesto, la realidad trágica es que ten­demos a ser aprendices lentos. Pensamos: Pues bien, tal vez esto no funcionó esta vez, pero la próxima vez, simplemente me esforzaré más, o sacrificaré más. El ejemplo más aterrador de lo absurdo de la idolatría se ve en la manera en que el pueblo de Israel sacrificó a sus propios hijos al dios Moloc (Lv. 18:21; 1 R. 11:7). ¿Usted puede imaginarse dando a uno de sus propios hijos para que lo quemen con la esperanza de que tal sacrificio en última instancia le hará feliz? Ese es el engaño y peligro que es inherente en la idolatría.

Sólo un Amor Más Fuerte Puede Matar Nuestras Idolatrías

Al buscar cómo ayudarnos nosotros mismos y a otros a superar las idolatrías de co­razón, una de las primeras cosas en las que tenemos que trabajar es en nuestro sistema de creencias. Necesitamos vernos nosotros mismos por lo que somos y recordar lo que Dios ya ha hecho por nosotros, y cuán abarcador e inmensurable es esto.

Somos Justificados

Una de las verdades primarias que nosotros, como cristianos, tenemos que creer al procurar el cambio en nuestras vidas es que la nueva persona que queremos llegar a ser ya está aquí. Ya hemos sido re-creados “según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef. 4:24). Por lo mínimo, esto significa que a la vista de Dios ya tenemos verdadera justicia y santidad y, así es como Dios nos ve ahora, incluso en nuestras batallas continuas. Él ha declarado que hemos sido justificados, lo que significa no sólo que hemos sido perdonados por completo de nuestro pecado (es decir, soy justo como si nunca hubiera pecado), sino también que Dios nos ve como si ya le hubiéramos obedecido como Jesús lo hizo (Ro. 3:24, 26, 28, 30; 4:5; 5:1-9; 8:30-33; 1 Co. 6:11). Para los que están en Cristo Jesús, Dios audazmente declara: “Ahora, pues, ninguna condenación hay” (Ro. 8:1). Eso significa que si Sara, Charlie y Sam son verdaderamente uno con Cristo sólo por la fe, incluso cuando fallan en su batalla contra el pecado, Dios no los condena porque él ya ha castigado a su Hijo en lugar de ellos. ¡Éstas son las noticias increíblemente buenas que obrarán transfor­mación en nuestros corazones y nos ayudarán a creer que el amor que Dios nos ha dado en Cristo es verdaderamente todo lo que necesitamos!

Cuando empapamos nuestra alma en las verdades del evangelio, cuando vemos cómo Dios nos ha amado al enviar a su propio Hijo amado como hombre encarnado, cómo Jesús vivió en humilde sumisión a su Padre, obedeciendo con gratitud incluso al punto de soportar nuestra muerte, cómo el Padre vertió sobre su Hijo toda la ira que era debida, y cómo él resucitó a su Hijo de los muertos por el Espíritu y como el Hijo ascendido incluso ahora intercede por sus amados, ¿cómo es posible que nos puedan seducir la vanidad o el orgu­llo? Cuando nos detenemos y pensamos en el evangelio, todas las seducciones del mundo se desvanecen en insignificancia ridícula y aprendemos lo que significa amar “porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:19).

Cuando nos detenemos y pensamos en el evangelio, todas las seducciones del mundo se desvanecen en insignificancia ridícula y aprendemos lo que significa amar “porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:19).

Somos Reconciliados

En última instancia, lo que necesitamos no es simplemente que alguien nos diga que no deberíamos matarnos de hambre nosotros mismos, mirar pornografía o gritarles a nues­tros cónyuges, aunque no está mal que nos digan eso. A fin de cuentas, lo que necesitamos —y lo que transformará nuestros corazones— es morar en el amor de Dios: el amor de gracia, eterno, sobreabundante que él nos demostró en Cristo. Es a la luz de este amor que aturde que nosotros, por el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros, somos capacitados para aniquilar las ilusiones engañosas de la idolatría. Y es por eso que el apóstol Juan, que hablaba incesantemente del amor, acaba la primera de sus cartas con las palabras: “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1 Jn. 5:21). Acaba de pasar horas recordándoles el amor de Dios en el Hijo encarnado, así que él sabía que ellos necesitaban sólo un breve recordatorio: Ahora que ustedes ven como él les ha amado, absténganse de amar algo más de lo que le aman a él. O, como lo dice en 1 Juan 3:1-3: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios… Amados, ahora somos hijos de Dios… Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro”.


Consejería bíblica

Este artículo es un extracto adaptado del libro Consejería bíblica Cristo-céntrica, publicado por Editorial EBI.


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