Algunos creyentes llegan a pensar que el llamado a defender nuestra fe es un asunto meramente filosófico y, por tanto, creen que pueden llegar a persuadir o convencer a quienes se oponen a la verdad de Dios. Sin embargo, la apologética es una misión espiritual, más que filosófica y los creyentes nunca deben olvidar dos sencillas verdades

El Espíritu Santo es quien ejerce poder supremo para convencer al incrédulo.

En primer lugar, detrás de la apologética, es el Espíritu Santo quien está ejerciendo su poder supremo para convencer al incrédulo. Con nuestras propias fuerzas no nos atreveríamos a persuadir a los incrédulos acerca de la verdad del evangelio. Como la salvación esencialmente es la regeneración sobrenatural de una persona que está muerta en sus pecados, el Espíritu tiene que ser la fuerza activa que opera cuando alguien alcanza la salvación. El esfuerzo y la persuasión humanos no pueden dar lugar a la regeneración. Esto significa que cuando comparto el evangelio con alguien, no estoy tratando de convertirlo con mi propio poder, sino que estoy compartiendo y defendiendo la verdad que ese individuo debe aceptar para poder ser transformado por el Espíritu Santo.

“…cuando comparto el evangelio con alguien, no estoy tratando de convertirlo con mi propio poder, sino que estoy compartiendo y defendiendo la verdad que ese individuo debe aceptar para poder ser transformado por el Espíritu Santo”. 

Es importante recordar esto, pues de no hacerlo podemos rápidamente comenzar a depender de nuestra propia persuasión y personalidad para evangelizar. Esto puede provocarnos desánimo y el temor de no haber dicho las cosas perfectamente bien, y puede hacernos creer que la salvación de esa persona depende de nosotros cuando no es así. Podemos llegar a creer que nuestra elocuencia y habilidad son los factores que hacen que las personas acepten a Cristo. A menudo esto trae consigo que nos centremos en técnicas que presionan, manipulan o coaccionan a los incrédulos a “tomar una decisión”. Sin embargo, la Biblia nunca describe la salvación como el resultado de una decisión. Una persona se salva cuando se arrepiente de sus pecados y pone su fe en Jesús.

“Para que una persona se arrepienta, primero debe estar convencida de sus pecados hasta el punto de desear abandonarlos y volverse a Cristo. Eso no sucede si el Espíritu Santo no ha cambiado su corazón con respecto a sus pecados”.

Para que una persona se arrepienta, primero debe estar convencida de sus pecados hasta el punto de desear abandonarlos y volverse a Cristo. Eso no sucede si el Espíritu Santo no ha cambiado su corazón con respecto a sus pecados. En el libro de Hebreos leemos que Esaú intentó arrepentirse incluso con lágrimas, pero no pudo porque el Espíritu no lo había convencido (He. 12:17). Entonces nos percatamos de que, aunque confrontemos a los incrédulos diciéndoles que necesitan arrepentirse de sus pecados, solo el Espíritu Santo puede producir un arrepentimiento verdadero en sus corazones. De la misma manera, a menos que el Espíritu Santo convenza al incrédulo de que Jesús es el Hijo de Dios, y es el camino, la verdad y la vida (Jn. 14:6), él no buscará de Jesús para ser salvo.

A lo largo del Nuevo Testamento se menciona el rol del Espíritu Santo en la salvación. El Espíritu Santo es quien da testimonio de Cristo ante el incrédulo (Jn. 15:26). El Espíritu Santo convence a las personas de sus pecados (Jn. 16:8). El Espíritu Santo llena de valentía los corazones de los evangelistas (Hch. 4:31). El Espíritu Santo hace que el mensaje del evan­gelio pueda ser aceptado con sinceridad (Hch. 6:10). El Espíritu Santo guía a los creyentes hacia los perdidos, así que podemos interpretar cada encuentro como una cita preparada por Dios (Hch. 8:29). El Espíritu Santo puede también impedir que visitemos ciertos lugares o personas durante un tiempo (Hch. 16:6). El poder del Espíritu Santo nos da esperanza y nos permite llevar a cabo el ministerio para el cual Dios nos ha llamado (Ro. 15:13, 19). El mensaje del Espíritu Santo es un mensaje de verdadera sabiduría, a diferencia de la insensatez de la sabiduría humana (1 Co. 2:13). 

Tras analizar todos estos versículos, resulta obvio que sin el Espíritu Santo todos nuestros esfuerzos por ganar a los perdidos serían en vano. Solo a través del Espíritu Santo y de la oración se pueden abrir las puertas y los corazones cerrados (Col. 4:2-6). 

La oración es lo único que puede influenciar a las personas cerradas al evangelio

En segundo lugar, la oración es lo único que puede influenciar a las personas que parecen frías, cerradas e indispuestas a debatir sobre temas espirituales. Es también a través de la oración que recordamos que la salvación debe ser obra del Espíritu. 

“La apologética constituye más una batalla espiritual que intelectual, pues cuando un individuo se opone a la verdad, lo hace desde el punto de vista ético y no intelectual”.

La apologética constituye más una batalla espiritual que intelectual, pues cuando un individuo se opone a la verdad, lo hace desde el punto de vista ético y no intelectual. La oración es la evidencia fundamental de que dependemos de Dios y no de nosotros mismos. Los que oran mucho dependen totalmente. Los que oran poco demuestran autoconfianza en el nivel de persuasión de su testimonio. Debido a esta verdad, nuestra apologética no termina cuando concluimos la conversación, pues podemos pedirle a Dios que convenza a los incrédulos y los atraiga hacia él. 

“…nuestra apologética no termina cuando concluimos la conversación, pues podemos pedirle a Dios que convenza a los incrédulos y los atraiga hacia él”.

Cuando oramos al Señor para que salve a alguien, estamos pidiéndole a Dios que elimine su ceguera espiritual para que pueda ver la luz del conocimiento de la gloria de Dios (2 Co. 4:6). Le pedimos a Dios que impida que esa persona continúe en su incredulidad. Le pedimos que le muestre cuán vacía es la vida sin Cristo. En todas las oraciones que hacemos por los incrédulos, le pedimos a Dios que haga lo que nosotros no podemos hacer. Nuestras oraciones muestran que dependemos de la obra de convencimiento que hace el Espíritu Santo en el corazón de nuestros interlocutores.

“El hecho de conocer los roles del Espíritu Santo y de la oración nos hace estar más confiados a la hora de compartir el evangelio, porque sabemos que el poder no proviene de nosotros. Nuestro rol se limita a orar y hablar. Es Dios quien se encarga de otorgar la salvación”. 

El hecho de conocer los roles del Espíritu Santo y de la oración nos hace estar más confiados a la hora de compartir el evangelio, porque sabemos que el poder no proviene de nosotros. Nuestro rol se limita a orar y hablar. Es Dios quien se encarga de otorgar la salvación.


Este artículo es un extracto de el libro Cada Creyente Confiado, publicado por Editorial EBI.

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