La muerte de Cristo se halla en el mismo centro del evangelio y ocupa una larga porción de la teología de la Biblia. Aunque no constituye el tema central o unificador de las Escrituras, se trata de un asunto siempre presente con el cual, en un nivel práctico, a menudo nos enfrentamos. Esto es comprensible debido al hecho de que la humanidad, durante casi toda su historia, ha estado luchando con el problema del pecado, y el único remedio para éste, por supuesto, se halla en la muerte del Salvador.

Sacrificios en el Antiguo Testamento

La tipología se ha inclinado excesivamente hacia la interpretación, pero ésta sigue siendo un campo legítimo si se mantiene dentro de los parámetros hermenéuticos adecuados. En general la Ley y los Profetas son testigos de la justicia de Dios, pues brindan justificación a través de Jesucristo (Ro. 3:21). Gran parte del testimonio aportado por la Ley aparece bajo la forma de las ofrendas levíticas que se ofrecieron durante siglos en el altar central de la nación de Israel. Estas ofrendas implicaban el sacrificio de un animal perfecto que debía ser ofrecido de una manera determinada según lo que prescribía la Ley de Dios. El derramamiento de la sangre de las víctimas dramatizaba el principio vital del animal, que la paga del pecado —la muerte— extraía de él.

El ritual de la ofrenda por el pecado, por ejemplo, decía mucho sobre la teología de la redención. El que lo ofrecía debía poner su mano sobre la cabeza del animal sacrificado como símbolo de transferencia de la culpa de la persona hacia la víctima. El que ofrecía debía cortar el cuello del animal como muestra de que su pecado merecía la pena de muerte. Además, la sangre debía ser manipulada por el personal religioso de forma cuidadosa para asegurar la eficacia del sacrificio.

Los creyentes del Nuevo Testamento ven claramente en estos rituales la tipología de la muerte de Jesucristo, pero los que ofrecían sus ofrendas en el Antiguo Testamento con seguridad no la veían. Aun así deben haber comprendido que las ofrendas levíticas apuntaban hacia un sacrificio expiatorio futuro que sería ideal, si no perfecto.

Túnicas de piel

Las vestimentas de piel que fueron hechas para Adán y Eva después de su pecado también llevan en sí algo de simbolismo y teología (Gn. 3:21). Éstas no parecen haber sido dadas como prendas de vestir como tal; pues las hojas de higuera cumplían bien ese propósito. El hecho de que Dios haya matado a los animales (cuando antes de la caída no existía la muerte) significa que había factores éticos involucrados. De hecho, estas pieles al parecer señalan el comienzo de los sacrificios de sangre como medio de acercamiento a Dios. Estos animales sacrificados hablan de sustitución, satisfacción, expiación de culpa y más.

La oveja de Abel

Las ofrendas de Caín y Abel han suscitado debates sobre el tipo de sacrificio que Dios había exigido en esa ocasión y sobre qué tipo de ofrenda Caín y Abel habían ofrecido. Si tenemos en cuenta los acontecimientos de las túnicas de piel de Génesis 3, es muy probable que Dios esperara una ofrenda expiatoria de ambos hombres. Si ese fue el caso, Abel trajo un sacrificio aceptable en fe mientras que Caín no trajo ni el sacrificio aprobado ni mostró la fe requerida. En otras palabras, se requería una muerte expiatoria y Abel obedeció (Gn. 4:4).

La serpiente de bronce

Moisés registra el incidente del juicio de Dios a través de las serpientes ardientes que mordían al pueblo de Israel y durante el cual muchos murieron (Nm. 21:6-9). El único remedio, revelado de forma divina, requería que Moisés pusiera una serpiente de bronce sobre un asta. El hecho de mirar con fe al asta traía vida en lugar de muerte. La serpiente de bronce era un símbolo de una serpiente impotente, endurecida e incapaz de infligir daño gracias al poder de Dios, y la fe en la promesa de Dios así simbolizada resultaba eficaz. Jesús comparó a la serpiente del asta con su propio papel al llevar nuestro pecado de forma expiatoria, señalando de la misma manera que la fe en él otorgaría vida eterna (Jn. 3:14-15).

El cordero de la Pascua

Durante la fatídica noche en la que el ángel de la muerte recorrió Egipto matando a los primogénitos, la única protección de los israelitas era la sangre de un cordero especialmente escogido y preparado. El ángel pasaba por encima de las casas que estaban untadas con la sangre, y dichas casas eran libradas del juicio de Dios (Éx. 12:1-32). La Pascua se convirtió en una práctica anual en Israel desde ese momento (Éx. 12:42-51).

Juan el Bautista se percató de que el cordero sacrificial presagiaba la llegada del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29; ver v. 36). Pablo también señaló la tipología del Cordero de la Pascua cuando escribió que “nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Co. 5:7).

La simiente de la mujer

Tras la caída de la raza humana en pecado en el huerto del Edén, Dios introdujo el primer evangelio o buenas nuevas de reconciliación con él. Estas nuevas revelaron la intervención unilateral de Dios que lidiaría con Satanás, los seres humanos y con la liberación final llevada a cabo por un descendiente de Eva. El anuncio de Dios llegó en el contexto de  la maldición que estaba pronunciándose en contra de Satanás, la serpiente: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.” (Gn. 3:15).

La simiente personificada de la mujer asestaría un golpe demoledor y fatal en la cabeza de la serpiente y a cambio sufriría una herida temporal en el calcañar. De esta primera promesa de redención surgen numerosas interrogantes: (1) ¿Quién sería esta persona? (2) ¿Cuándo llegaría? (3) ¿Cómo se cumplirían todas estas cosas? (4) ¿Cuándo tendrían lugar estos acontecimientos? La simiente de la mujer resulta ser toda una línea de descendientes que comenzó con Abel (Gn. 4:1) y continuó con Set (Gn. 4:24-25), con Noé (Gn. 5:3-32), con Sem (Gn. 10:1-32), con Abraham (Gen 11:10-32), con Isaac (Gn. 17:21), con Jacob (Gn. 25:19-26), con Judá (Gn. 49:8-12), y finalmente llegó a Jesucristo (Mt. 1:2-3; He. 7:14; Ap. 5:5). Fue Jesús quien aplastó el poder del diablo como cumplimiento de la profecía original que se halla en Génesis (Jn. 16:11; He. 2:14).

El siervo sufriente

Isaías predice (Is. 52:13—53:12) acerca del Siervo de Jehová que llevaría el pecado de su pueblo, quien cargaría en él el pecado de todos nosotros (53:6). Esta profecía recopila otras que abordan el mismo tema pues hablan sobre el sufrimiento del que vendría, por ejemplo, Isaías 50:6 (“Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos”). La persona de la que se habla aquí es de Jesucristo, el Hijo de Dios (Hch. 8:32-35).

En el Salmo 69:7-9 David habla también sobre el oprobio y la deshonra del sufrido mesías, diciendo que estaría despojado de consoladores y partidarios, y que también se le daría hiel y vinagre en lugar de agua para calmar su sed (vs. 20-21). En el Salmo 22 David proporciona una larga profecía y narra que Dios desampara al justo doliente, así como las numerosas brutalidades físicas y psicológicas que el Sufrido Siervo soporta.1

El Mesías cuya vida será quitada 

Al final de la vida y ministerio de Daniel (539/538 a. de C.) le fue dada una revelación acerca del futuro de Israel. Los judíos estaban en el exilio en Babilonia y Daniel comprendió a través de las profecías de Jeremías que los setenta años de cautiverio estaban llegando a su fin (Dn. 9:1-2). Mientras oraba y ayunaba, Dios le dio la profecía de las “setenta semanas” de años (Dn. 9:24-27). Entre las primeras sesenta y nueve semanas y la última semana de siete años existiría un lapso de tiempo indeterminado durante el cual ocurriría una trilogía de acontecimientos: (1) Se “quitaría la vida” al Mesías Príncipe; (2) El pueblo del futuro anticristo (los romanos) destruirían a Jerusalén y el templo; y (3) Se sucederían guerras hasta los tiempos del escatón (v. 26). Después de estos acontecimientos, el príncipe romano, el anticristo, iniciaría un tratado de siete años que marcaría el comienzo de la septuagésima y última semana de años (v. 27).

El hecho de quitarle la vida al Mesías de Israel es una referencia a la muerte de Jesús, el Cristo en el primer siglo d. de C. Desde el punto de vista de Daniel, sin embargo, el tiempo preciso para el cumplimiento de esta profecía debería esperar por el decreto persa que restauraría y reconstruiría a Jerusalén (v. 24), acontecimiento que activaría el reloj profético de las setenta semanas o 490 años. El decreto que Daniel aguardaba era el que Artajerjes firmaría en el año 445 a. de C., poco antes de que se cumpliese un siglo de escrita esta profecía.

Por cierto, algunas de estas profecías de la muerte de Cristo brindan más detalles de los que se hallan en el Nuevo Testamento. Los autores de los Evangelios parecen querer proteger expresamente a los lectores de las brutalidades de la crucifixión del Hijo de Dios porque la verdadera genialidad de la expiación es teológica y no física.

El pastor herido de Dios

En el período post-exilio en la historia del Antiguo Testamento, el profeta Zacarías habla de un tiempo cuando Jehová diría: “Levántate, oh espada, contra el pastor… Hiere al pastor, y serán dispersadas las ovejas; y haré volver mi mano contra los pequeñitos” (Zac. 13:7). Esta profecía muestra la soberanía de Dios en la muerte de su Mesías (ver Is. 53:10; Hch. 2:23; 4:27-28). 

Jesús aplicó esta profecía a sí mismo y a los discípulos en vísperas de su muerte, poco después de instituir la ceremonia del pan y la copa: “Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas” (Mt. 26:31).


Este artículo es una adaptación de la Teología Sistemática del Cristianismo Bíblico, pp. 228 – 231. Publicado por Editorial EBI.

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