Una expresión que se escucha a menudo en referencia a los hijos y sus padres es: «Él es la imagen precisa de su papá». La afirmación se deriva de una observación básica que evalúa cuánto un hijo se parece a su padre. Lo mismo sucede en las Escrituras, aunque no tiene nada que ver con los rasgos fisiológicos, sino es primariamente un asunto de naturaleza espiritual. El texto bajo consideración es Efesios 5:1: «Sean, pues, imitadores de Dios como hijos amados».

Lo que se espera, es que todos aquellos que son hijos de Dios evidencien su naturaleza de ser engendrados por Dios por cómo viven. Ahora, hay quienes piensan que esto conduce a salvación por obras, cumpliendo leyes para asegurar su salvación, pero nota que no es para asegurar la salvación, sino que es para confirmar la salvación ya otorgada. Primero es la raíz y después el fruto. 

La evaluación que ejerce la Escritura es sobre la naturaleza espiritual, sea viva o muerta, y su correspondencia en la vida de una persona. Por eso, el apóstol Juan puede decir: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo aquel que no practica la justicia, no es de Dios; tampoco aquel que no ama a su hermano» (1 Jn. 3:10). Hay una demostración que distingue a quienes son los hijos de Dios y a quienes todavía permanecen bajo el dominio de Satanás. 

Sin embargo, no es siempre tan fácil hacer esta distinción. A veces hay mucha más similitud entre el grano y la cizaña de lo que se quisiera reconocer, y cuanto más para el ojo inexperto. Jonathan Edwards confesó en medio del gran avivamiento experimentado en su día: «Admito que hay algo muy misterioso aquí. ¡Tanto bien y tanto mal se hallan mezclados dentro de la iglesia!».[1]

Es imposible ver quién es quién, porque el ojo humano físico no puede ver el corazón interno ni las motivaciones e intenciones de este. Hay quienes son habilidosos en el arte de aparentar y fingir, engañando a otros e incluso a veces a sí mismos. Por eso los discípulos no sospecharon de Judas, Felipe no confrontó a Simón, y Pablo no dudaba de Demas. La apariencia de piedad es real y convincente, pero siempre carece del poder verdadero (2 Ti. 3:5). Esta ha sido una de las estrategias perpetuas del maligno; sembrar entre el pueblo del Señor creyentes falsos con evidencias artificiales. 

Volviendo ahora al texto principal de Efesios 5:1 es interesante identificar un curioso y aparente conflicto en la Biblia. ¿Cuál es? La tentación primitiva de Satanás y su semejanza con la meta del cristiano. Las dos son parecidas, y fácilmente se puede caer en el error del engañador. ¿Cuál fue la tentación que Eva no podía resistir en Génesis 3:4–5?: «Ciertamente no morirán. Pues Dios sabe que el día que [del árbol] coman, serán abiertos sus ojos y ustedes serán como Dios, conociendo el bien y el mal».

La oferta diabólica que sedujo y condujo a la caída fue la tentación de ser como Dios. A primera vista la similitud entre esta incitación a la maldad y la imitación de Dios es abrumadora. Sin embargo, no son lo mismo en absoluto. Hay una gran diferencia entre aquella imitación de Dios que es maligna, infernal y fatal y aquella imitación de Dios que es sana, deseable y vivificante. 

La oferta satánica de ser como Dios

Evidentemente no toda forma de imitar a Dios es aceptable. Hay propiedades, características y particularidades que pertenecen solamente a Dios y que ningún ser humano puede replicar, ni debería intentar hacerlo. Por eso, antes de hablar sobre cómo imitar correctamente a Dios es necesario e importante observar cuáles son las formas erróneas. Siempre cuando se tiene la intención de hacer lo bueno, lo malo está cerca (cp. Ro. 7:21) y cuánto más en esta parte de ser como Dios.

El imitar a Dios es uno de los aspectos que al diablo le encanta distorsionar y, además, tiene cierta ventaja sobre los creyentes porque la ceguera de las personas se produce con mayor facilidad en este asunto. Esto se debe a que piensan que están agradando a Dios debido a que le están imitando, pero no pueden ver que han sido engañados por ellos mismos y que han caído en la misma tentación primitiva que hizo caer a nuestros primeros padres.

Recuerda la tentación engañosa y sutil de Satanás: «Pues Dios sabe que el día que de él coman, serán abiertos sus ojos y ustedes serán como Dios, conociendo el bien y el mal» (Gn. 3:5). La oferta de Satanás a Eva era ser como Dios. Textualmente el argumento más convincente de Satanás que venció hasta lo profundo de Eva fue: «que el árbol era deseable para alcanzar sabiduría» (Gn. 3:6).

Evidentemente este deseo de ser sabia fue la tentación eficaz que acarreó la caída. Pero lo que Eva deseaba no era simplemente una sabiduría cualquiera, porque la Biblia siempre exige que los hombres sean sabios (Sal. 2:10; 107:43; Pr. 1:7; 4:6; 8:33; Ec. 2:26; Ro. 16:19; Col. 2:2–3; Stg. 1:5; 3:17).

” Eva quería reemplazar a Dios porque según la oferta de Satanás él ya no sería necesario… la advertencia es clara, no podemos ser Dios.”

La Biblia exalta a la sabiduría y condena a la necedad. Así que, la sabiduría que Eva deseaba era una sabiduría única que pertenecía a Dios, en efecto, Eva quería reemplazar a Dios porque según la oferta de Satanás él ya no sería necesario. Eva sería como Dios, convirtiéndose en la poseedora de toda la sabiduría divina y en efecto convirtiéndola en su propio dios.

El deseo de Eva de ser sabia no era inocente, sino que era una pretensión de rebeldía que ahora palpita en los corazones de seres caídos quienes quieren ser sus propios dioses y rechazar el señorío de Cristo. La advertencia es clara, no podemos ser Dios, no podemos intentar llegar a ser como Dios en este sentido. 

Imitando a Dios erróneamente

Con esta aclaración y comprensión inicial de la caída, es necesario considerar la distinción entre la tentación de Satanás y la meta del cristiano de ser como Dios. Esa diferencia es lo que nos hace verdaderos hijos de Dios o lo que nos hace herejes. Es interesante que quienes creían ser los hijos verdaderos de Dios y los espirituales del día fueron exhortados más enfáticamente por Jesús cuando dijo: «Ustedes son de su padre el diablo y quieren hacer los deseos de su padre» (Jn. 8:44). Por lo tanto, no es un asunto menor, sino de suprema importancia, porque es una de las armas más poderosas del diablo. 

La verdad sencilla es que no debemos intentar ser como Dios… en todo. Entonces, la pregunta obvia que debemos contestar es, ¿entonces qué aspectos de Dios debemos imitar y cuáles debemos dejar solamente para él? Para contestar esta pregunta, la disciplina de la teología sistemática es útil, porque en ella existe una división en la sección de la teología propia (el estudio sobre la persona, atributos y decretos de Dios).

La división se hace entre aquellos atributos o perfecciones de Dios que se conocen como los comunicables e incomunicables. Una aclaración entre los dos es que: «Las perfecciones incomunicables son aquellas características singulares a Dios (p. ej. su autoexistencia, su simplicidad, su inmensidad), mientras que las comunicables son aquellas que pueden transferirse en parte a los seres humanos (p. ej., bondad, rectitud, amor)».[2]

Esa distinción no es arbitraria, sino vital para guardarse de caer en la tentación de Satanás. Aquellos atributos incomunicables son solamente propios de la naturaleza divina, sin ninguna comparación entre los hombres. Es decir, los hombres jamás llegarán a poseer los atributos incomunicables de Dios, incluso los hijos de Dios. Por lo tanto, quienes intentan imitar a los atributos incomunicables de Dios están acarreando para sí juicio.

Los hombres no pueden ser independientes como Dios, sino que siempre serán plenamente dependientes de Dios. Los hombres no deben buscar su propia gloria, sino exclusivamente la gloria de Dios. Los hombres no deben construir sus propios reinos, sino el reino de Dios. Los hombres no deben vivir para sí mismos, sino para Dios. Los hombres no son dioses pequeños, sino que hay un solo Dios vivo y verdadero. Los hombres no deben intentar ser omniscientes, omnipresentes, omnipotentes, ni deben ejercer la autoridad que Dios posee. No le es posible al hombre llegar a ser infinito, invisible, inmutable, incomprensible o Triuno. Una idea popular, pero absurda es que los hombres pueden crear como Dios creó. Esa enseñanza es diabólica y necia. Solamente la palabra de Dios es autoritativa y creativa. En conclusión, el hombre no puede imitar aquellos atributos incomunicables que le pertenecen únicamente a Dios.

Imitando a Dios correctamente

Antes de hablar de los atributos comunicables que evidentemente debemos imitar, es importante volver al texto inicial: «Sean, pues, imitadores de Dios como hijos amados» (Ef. 5:1). El imperativo de Pablo claramente presupone que todos los que están intentando imitar a Dios ya son sus hijos.

La realidad interna de la adopción divina se manifiesta externamente por un comportamiento que refleja dicha relación porque como se ha dicho al inicio, un hijo se parece a su padre. Esa idea de ser imitadores de Dios viene de la palabra mimetes, de donde proviene la palabra mimo. Pablo emplea esta palabra para ilustrar cómo los creyentes debían imitar a Dios como un hijo mira a su padre e intenta copiar sus movimientos, sus gestos y sus caras. 

Entonces, se puede hacer la pregunta, ¿cómo debe un hijo de Dios imitar a su Padre? Nosotros debemos y podemos imitar los atributos comunicables de Dios, los cuales se llaman a veces los atributos morales de Dios. Son aquellos atributos que nosotros tenemos en grados menores que Dios y debemos aumentarlos mediante la obra del Espíritu Santo. 

La imitación principal a la que Pablo se refiere se halla en el mismo pasaje, cuando dice: «y anden en amor, así como también Cristo les amó y se dio a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios, como fragante aroma» (Ef. 5:2). Los hijos de Dios deben amar como Cristo los ha amado, sacrificándose a sí mismo por ellos en amor. Dios es amor y sus hijos también deben ser caracterizados por el amor (1 Jn. 4:7–8). 

La Biblia además llama a los hombres explícitamente a imitar a Dios en algunos de aquellos atributos morales: debemos ser santos como Dios es santo (Lev. 11:44–45; 1 P. 1:15–16), debemos ser perfectos (en amor) como nuestro Dios es perfecto (Mt. 5:48), debemos ser perdonadores como nuestro Señor es perdonador (Ef. 4:32), debemos ser misericordiosos como nuestro Dios es misericordioso (Lc. 6:36), debemos ser puros como nuestro Dios es puro (1 Jn 3:3).

Es evidente que Pablo estaba aludiendo a esta imitación en Efesios 4:22–24: «que en cuanto a la anterior manera de vivir, ustedes se despojen del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos, y que sean renovados en el espíritu de su mente, y se vistan del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad». Claramente aquí Pablo enfatiza la semejanza a Dios que es producida en la vida de un creyente debido a su nueva naturaleza, donde se manifiesta externamente la justicia y santidad en la verdad. 

Uno de los textos más parecidos a Efesios 5:1 es Colosenses 3:12–13, donde Pablo modifica su lenguaje, pero comunica esencialmente lo mismo con unos matices diferentes: «Entonces, ustedes como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de tierna compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia; soportándose unos a otros y perdonándose unos a otros, si alguien tiene queja contra otro. Como Cristo los perdonó, así también háganlo ustedes». La idea de Pablo es que los hijos de Dios sean caracterizados por los atributos morales que Dios comunica a sus criaturas. Por lo tanto, debemos estudiar los atributos comunicables de Dios, sabiendo que son aquellos atributos que debemos imitar, evidenciando así que somos hijos de Dios. 

Ser imitadores de Dios

Debemos ser imitadores de Dios en lo que debemos imitarle, pero no en todo. No podemos permitirnos ser seducidos por aquellas promesas falsas de Satanás de poder llegar a ser como Dios en todo sentido.

Hay una división infinita entre nosotros y Dios, y olvidarnos de esa división ha causado estragos para creyentes bien intencionados o incrédulos ciegos. Los atributos comunicables, es decir, aquellos que han sido otorgados por Dios a los hombres al inicio, deben ser buscados y cultivados.

Debemos parecernos a nuestro Padre celestial, no para ganar su favor o la salvación, sino porque hemos sido regenerados (Tit. 3:5), adoptados en su familia (Ef. 1:5) y ahora poseemos una nueva naturaleza (2 Co. 5:17) e incluso porque somos participantes de la naturaleza divina (2 P. 1:4).

Si aquella nueva naturaleza no se está manifestando, hay un problema. Por eso Jesús advertía con toda seriedad: «Así, todo árbol bueno da frutos buenos; pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado al fuego. Así que, por sus frutos los conocerán» (Mt. 7:17–20).

La intención de Jesús era explicar que lo que estaba adentro de los hombres iba a evidenciarse por la vida que vivían y que no todos son hijos de Dios. Imitar a Dios es esencial para un hijo verdadero de Dios. Nos convertimos en lo que contemplamos.


[1] Jonathan Edwards, Los afectos religiosos: La válida experiencia cristiana, trad. Stan Line, 2da ed. (Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia, 2011), 7.

[2] John MacArthur y Richard Mayhue, Teología sistemática: Un estudio profundo de la doctrina bíblica, trad. Loida Viegas Fernández (Grand Rapids, MI: Editorial Portavoz, 2018), 171.


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